LA BUENA NOTICIA
Alégrense
Conocido en la Liturgia clásica el nombre latino “gaudete” (“alegraos” o “alégrense”, en traducción latinoamericana), el tercer domingo de Adviento hace una llamada al gozo por la cercanía de Aquel que viene a traer la alegría verdadera. Sin embargo, hoy existe un cierto “analfabetismo” de la identidad real de la alegría que, en este sentido puede coincidir con la vivencia de la “felicidad”: esta es un estado, y la alegría es su expresión… pero, ¿qué son ambas? Empañados por el materialismo —especialmente en estos tiempos de comercio en que se logra el 60% de la ganancia anual, por aquellos que no hablan del nacimiento de Cristo, sino de “felices fiestas”—, ambos conceptos necesitan ser siempre “reestrenados”.
Dos anotaciones: 1) La felicidad —y su expresión en la alegría— no equivalen al “logro de objetivos, proyectos de la llamada realización del yo” en sentido pleno: si así fuera no habría nadie completamente feliz, sino una cola eterna de frustrados existenciales. Tienen que ver con el sabio convivir, con las dificultades diarias y con el “caerse” muchas veces continuo de los logros planificados: saber que “chocar con el fracaso” no puede anular la felicidad completa, según S. Kierkegaard (1813-1855): “Pues la felicidad es una puerta extraña: si empujas mucho para pasarla, se cierra siempre más”. Concepto clave también en la vida familiar: no hay que dar a los hijos un buen nido lleno de comodidades —como un mundo irreal que nunca dura mucho—, sino enseñarles a volar más allá de los problemas. Así serán felices cuando falten esas comodidades; 2) La felicidad no viene de las cosas siempre abundantes o ni siquiera suficientes: Santa Teresa de Calcuta tenía un lugar lleno de indigentes tan pobres que les llamaba “los siguientes”: porque estaban “más allá de toda pobreza, y ni siquiera lo sabían”. A esa aldea la llamaba “la ciudad de la alegría” porque no se tenía medio de comparación material como para decir “no tengo esto o aquello y por lo tanto no soy feliz”. Ni logro absoluto y perenne de proyectos —algo siempre utópico si somos realistas— ni posesión de cosas que dan la felicidad —contra la propaganda de “prosperidad” milagrosa de ciertos grupos religiosos—.
Felicidad como estado integral y alegría como su expresión profunda tienen que ver, en que los demás encuentren la transformación profunda en la persona del Dios que viene, según se dice “los ciegos ven, los sordos oyen”. Todas figuras de lo que puede hacer desde su pequeñez el que nacerá en Navidad. Por ello Juan Bautista, preso él mismo en la cárcel herodiana de Maqueronte manda enviados a Cristo que “ya está dando la felicidad” en la transformación de las vidas. Dichoso Juan: no mandó a pedirle a su primo Jesús “sácame de aquí”, sino envió para “ir a él, abrirse a él”, para que al menos sus discípulos pudieran llegar a su presencia. Así cumplía el Bautista lo que es un buen propósito de Adviento y Navidad: “La felicidad es vivir para los demás, olvidándose se sí” (L. Tolstoi, 1828-1910). Propósito previsto, sin embargo, mucho antes por Cristo, que decía, según San Pablo: “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hechos 10,35).