PLUMA INVITADA

Antejuicio: ¿medio sensato para crear impunidad?

Gerardo Prado

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Toda persona designada para ejercer una función estatal, mediante elección popular o nombramiento regulado legalmente, queda obligada desde un punto de vista moral y conforme a la ley, a la prestación del servicio público, el cual representa la idea capital del Derecho Político en relación con la satisfacción de necesidades colectivas. En aras de tal situación y como concepto político que es, esa función pública está revestida, en sí misma y de manera exclusiva, de una cualidad que le es inherente y que la protege como escudo inseparable. Sin embargo, como consecuencia de un normal efecto extensivo, dicha protección alcanza al funcionario que desempeña las atribuciones confiadas y da lugar a gozar de la prerrogativa del derecho de antejuicio.

Es importante traer a colación que la institución del antejuicio se concibió originalmente como una garantía de salvaguarda que únicamente amparaba a los funcionarios judiciales —jueces y magistrados, contra impulsos o reacciones de particulares no satisfechos con los fallos emitidos. Con el transcurso del tiempo, ese beneficio se fue dilatando para favorecer a servidores públicos de distintas categorías y competencias. Como resultado de esa apertura, a la fecha no son suficientes los dedos de las manos ni de los pies —figuradamente hablando— para enumerar a los burócratas que gozan indirectamente de aquel derecho. Para colmo de males, a nuestro juicio esa ampliación logró un grado desmedido de protección personal cuando la misma Asamblea Nacional Constituyente, al aprobar la Ley Electoral y de Partidos Políticos, consideró en el artículo 217 que los candidatos a puestos de elección popular, desde el momento de la inscripción, no podrán ser detenidos o procesados, a menos que haya lugar a formación de causa mediante previa declaración de los tribunales correspondientes. Esto significa conceder el privilegio del derecho de antejuicio a particulares, sin tomar en cuenta que esa disposición tergiversa el fondo de la naturaleza del mismo, pues la trascendencia que entraña esa figura va íntimamente ligada al ejercicio de la función pública, situación que está ausente y no encaja con la simple condición coyuntural de candidato, por el hecho de haber llenado los requisitos para ser anotados en un registro público —artículo 214 de dicha ley—.

Las observaciones anteriores tienen su génesis en un punto incluido en la discusión de los cambios que se han propuesto a la Carta Magna, en el que se establece que la Ley Electoral y de Partidos Políticos es un medio idóneo para determinar quiénes pueden disfrutar del antejuicio. Respetamos pero no compartimos este discernimiento, pues somos de la opinión de que solo en la Constitución de la República, como documento único que reúne preceptos fundamentales de índole dogmática y orgánica, deben aparecer normas relacionadas con puestos que merecen la cualidad que le hemos reservado a la función pública.

En estos instantes, ya históricos para algunos, parece que la sociedad guatemalteca se haya en vilo e indecisa frente a una serie de reflexiones vinculadas con la reforma a la Constitución. Particularmente, los criterios abundan en derredor al tema del antejuicio que hoy abordamos, toda vez que existe preocupación racional en cuanto al posible enviciamiento de ese beneficio. Si como lo dijimos, el servicio público es pieza toral en el ámbito del Derecho Político, pensamos que es apropiado adherirse a lo que dice Francisco Penedo Fonseca en su publicación El Derecho de Antejuicio, quien afirma que “el fundamento lógico de la institución del antejuicio no es jurídico sino político”, debido a que la protección le corresponde a las funciones delegadas. Esta cita, a guisa de conclusión, merece realmente un análisis intenso, si es que las actuales intenciones de revisión constitucional persiguen una transformación del Estado guatemalteco.

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