PERSISTENCIA

Gratificadora vanidad

Margarita Carrera

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De manera poco democrática sentimos, a veces, que la vanidad solo debiera ser ostentada por los grandes espíritus.

Es simplemente encantador oír a un joven talentoso, que se ha convertido todo él en literatura, las siguientes palabras: “Yo soy el autor más admirado por Borges”, en lugar de “el autor que más admiro yo es a Borges”.

Tal expresión, dicha con una espontaneidad edificante, es, en verdad, deleitable. Nos sonreímos por dentro y por fuera y desearíamos intensamente ser Borges y provocar tan estupenda escogencia y ocurrencia.

Esta vanidad, sana y opulenta, nace nada más en los altos espíritus. Por ello conlleva un aire de noble ironía que conmueve el alma.

Luego, solo la soportamos en los seres de gran talento que al blandirla lo hacen en forma tan sutil que, más que de los otros, se están riendo de sí mismos. Así, lo que llamamos vanidad en ellos viene siendo, en el fondo, una tremenda sátira dirigida contra su propia persona. Sátira mordaz, hiriente, implacable. Bernard Shaw se podía burlar estupendamente de los demás porque antes se había burlado de él mismo, como todos los excelsos autores que tienden a descontrolar a quienes les interpelan o entrevistan porque, ante la sospecha de un posible ataque o develación de las debilidades de que se saben víctimas, nace en ellos el mecanismo de defensa que denominaríamos “antes de que me digan, digo” o antes de que me desnuden y vean mis flaquezas, me las desnudo yo primero y los desconcierto”. Así sus aparentes alardes de vanidad surgen con un desenfado y sinceridad tales que desarman a cualquiera. Es una de sus armas más poderosas en contra de los pobres de espíritu que, cabalmente, por carecer de tan insólita riqueza, no logran captar la inmensa ironía que oculta, sin duda, un yo profundamente herido, el cual trata de aliviarse a través del poderoso bálsamo de la vanidad declarada.

En los auténticos creadores, este sentimiento tan difamado y vilipendiado no es tomado muy en serio. Es más, se lo usa como una burla escandalosa dirigida contra ellos mismos y contra los demás. La vanidad en ellos es, pues, una máscara punitiva y defensora.

Solo en los pobres de espíritu la vanidad es inescrupulosamente real. No encierra sátira ni mordacidad. Desconocedor de la tremenda arma que constituye la ironía, el que se alaba a sí mismo y se lo cree cae en los abismos nauseabundos de la estupidez.

En cambio, el que no teme sus verdades, se sabe vanidoso de nacimiento, y por lo tanto débil y necesitado. Luego ostenta una aparente “vanidad de vanidades”, pero con un esmero tan supremo que colinda con la humildad.

El simple hecho de sacar a relucir un sentimiento tan poderoso sin tapujos ni eufemismos le gratifica, en parte, de sus desconsolantes frustraciones y de la incomprensión de que se siente, a menudo, víctima.

Copiemos otra cita tomada de ese estupendo vanidoso que es Sábato. Esta de Schopenhauer, y dice así: “Es utilísimo tener siempre vivo en el alma el desprecio que merecen los hombres en general y para ello conviene meditar constantemente sobre su insuficiencia intelectual y sobre su bajeza moral… Que nuestras palabras y actitudes den a entender continuamente a quienes nos rodean poco más o menos lo siguiente: no soy vuestro semejante y me repugna el comportarme como si en realidad creyese serlo”.

En semejante expresión, que va en contra de todo precepto bíblico judaico o cristiano, hay más cólera que vanidad, más dolor que ironía, por muy poderosa que esta sea. Pero todos, en menor o mayor grado, quisiéramos tener el valor de pronunciar un día tan extravagantes frases gratificadoras de nuestro agresivo —a causa de lo funestamente dolido— yo.

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