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La increíble historia del africano que fue disecado y expuesto como un animal en un museo de España

A principios del siglo XIX, era casi una moda recolectar animales salvajes alrededor del mundo, traerlos a casa, embalsamarlos y mostrarlos casi como un trofeo de caza.

El Negro fue un guerrero africano que después de su muerte en 1830 fue llevado por un comerciante francés a Europa donde se convirtió en una especie de trofeo de caza.

El Negro fue un guerrero africano que después de su muerte en 1830 fue llevado por un comerciante francés a Europa donde se convirtió en una especie de trofeo de caza.

Pero un comerciante francés fue un poco más lejos: trajo el cuerpo de un guerrero africano, lo disecó y lo dejó disponible para ser exhibido en un museo. Cuando se lo topó en España, el escritor holandés Frank Westerman decidió investigar su historia.

ADVERTENCIA: en esta nota hay imágenes que pueden resultar hirientes.

Nos trasladamos a Botswana. Más exactamente, a la ciudad de Gaborone, donde se levanta uno de los monumentos más famosos del país: “El Negro”.

En una de las placas del memorial se puede leer: “El Negro. Murió en 1830. Hijo de África. Su cuerpo fue llevado a Europa. Retornó a suelo africano en 2000”.

La fama de “El Negro” proviene de los viajes que realizó después de muerto. Y que duraron unos 170 años, convertido en una atracción de museos en Francia y España.

Generaciones enteras de europeos se agolparon frente a su cuerpo medio desnudo, que había sido rellenado de algodón y preparado por un taxidermista. Permaneció allí, de pie, exhibido como un trofeo.

Mochilero

En 1983, cuando era estudiante universitario, accidentalmente lo hallé en un viaje de mochilero por España.

Había pasado la noche en Bañolas, una población en el norte de Cataluña, y resultó que el museo de historia natural de la ciudad estaba al lado del hotel. Decidí visitarlo.

“Él es real”, me dijo una estudiante. “¿Quién es real?”, pregunté.

“¡El Negro!”, explicó casi gritando y seguidamente se escuchó una larga carcajada de sus amigas que aguardaban en la entrada de aquel museo.

Lola me vendió una entrada y me señaló el lugar donde estaba ubicado el salón de reptiles.

“En esa dirección”, señaló Lola. “Y después vaya a través de los salones siguiendo el orden de las manecillas del reloj”.

Después de pasar por el salón de los “Humanos”, continué al de los “Mamíferos” y allí lo encontré, junto a algunos primates y huesos de gorila.

Allí estaba el cuerpo relleno de “El Negro”, que sostenía una lanza, estaba adornado por un tejido de rafia y apenas cubierto por una especie de toalla naranja.

Esto no era una muestra de los famosos museos de cera “Madame Tussaud” y no estaba, de ninguna manera, observando una ilusión o truco.

Este hombre negro no era una momia y no estaba hecho de yeso: este era un ser humano que estaba exhibido como si fuera algún espécimen salvaje.

Se me erizó la piel de la vergüenza. Era claro que el cuerpo de “El Negro” había sido tratado por algún taxidermista blanco europeo y la sola idea me producía escalofrío.

Cuando quise preguntar sobre el origen de este hombre, Lola, la mujer de la entrada, no pudo darme una explicación. No había un catálogo o folleto. Sólo tenía una especie de postal que me entregó y que decía escuetamente: “Museo Darder- Banyoles. Bechuana”.

“¿Bechuana?”, pregunté.

La mujer se encogió de hombros y antes de que me retirara me dijo: “Las postales cuestan 40 pesetas (20 centavos de dólar) cada una”.

Compré dos.

El robo de un guerrero

20 años después decidí escribir un libro acerca del extraordinario viaje de regreso de “El Negro” desde Banyoles hasta Botswana (Bechuana, en la postal).

Y la historia comienza en 1831 cuando el comerciante de “especímenes naturales” francés Jules Verreaux observó el funeral de un guerrero Setsuana en el interior de África -cerca de Ciudad del Cabo, Sudáfrica-.

Cuando anocheció, Verreaux fue hasta el mismo lugar, desenterró el cuerpo y se llevó para su casa la piel, el cráneo y algunos huesos.

Con la ayuda de alambres de metal actuando como espina dorsal, pedazos de madera ubicados como hombros y periódicos como relleno, Verreaux conservó las partes robadas.

Con esa y otras muestras, el francés viajó hasta París. Ese mismo año, el cuerpo del africano apareció exhibido en una galería en la Rue Saint-Fiacre.

Una reseña del periódico Le Constitutionnel destacó la temeridad de Jules Verreaux, quien “tuvo que sortear los peligros entre los nativos, que son tan salvajes como son negros”.

El mismo artículo deja en claro las características de estos guerreros, que atraían más “atención que las jirafas, las hienas o las avestruces”.

Medio siglo después, “El Negro” apareció en España. Durante la exhibición universal de Barcelona de 1888, el veterinario Francisco Darder lo presentó en un catálogo como “El Betchuanas” y lo representó con un dibujo, vestido con su rafia, un escudo, una lanza y el taparrabo.

Durante el siglo XX

Allí, en Bañolas, al pie de los Pirineos, los orígenes de “El Negro” comenzaron a olvidarse.

En el pedestal donde estaba se escribió “Hombre de los arbustos del desierto del Kalahari”. En las décadas que siguieron a 1888 los vestigios que lo relacionaban con sus ancestros en Setsuana se desvanecieron hasta que pasó a ser conocido como “El Negro”, sin más.

En algún punto del siglo XX, el revelador taparrabo fue cambiado por curadores católicos por la especie de toallón naranja que le vi aquella mañana de 1983.

Pero eso no era lo peor: alguien le había puesto una capa de barniz para oscurecer más su piel.

De pie en su vitrina, ligeramente inclinado y con su mirada penetrante, “El Negro” personificaba de una manera conmovedora y desgarradora a la vez los aspectos más oscuros del pasado colonial europeo.

De alguna manera, confrontaba a los visitantes con las teorías de lo que se llamó “el racismo científico”, la clasificación de las personas en superiores o inferiores de acuerdo al tamaño de su cerebro.

El retorno

Pero las cosas comenzaron a cambiar en 1992, cuando el doctor español de origen haitiano Alfonso Arcelin sugirió al diario El País que “El Negro” debería ser retirado del museo.

Los Juegos Olímpicos aterrizarían ese año en Barcelona y el lago de Bañolas iba a ser la sede de las competencias de remo. Seguramente, escribió Arcelin con ironía, ninguno de las decenas de atletas de alrededor del planeta que visitarían el museo se ofenderían al ver aquel hombre afrodescendiente disecado.

La carta de Arcelin fue apoyada por nombres prominentes como el líder religioso afroestadounidense Jesse Jackson o el basquetbolista “Magic” Johnson.

Kofi Annan, que en ese entonces era un alto funcionario de la ONU, condenó la exhibición llamándola “repulsiva” e “insensible”.

Pero los catalanes se resistían, porque consideraban a “El Negro” una de sus joyas culturales. Sin embargo, en 1997, el hombre desapareció de la muestra y fue almacenado en los depósitos del museo como el “objeto 1004”.

Hasta que en el 2000 inició su regreso a casa.

El gobierno español decidió repatriar el cuerpo de “El Negro” para ser enterrado de nuevo en suelo africano.

En la primera estación de ese viaje, en Madrid, a su cuerpo se le sacó el relleno de algodón y se le quitaron las partes no humanas -incluidos los ojos de vidrio.

Sin embargo su piel se había endurecido y se rompió. Debido a esto la piel debió permanecer en Madrid.

El ataúd donde fue enterrado en Botswana solo contenía el cráneo, un brazo y los huesos de los pies.

En suelo africano

El entierro del guerrero Setsuana ocurrió el 4 de octubre del 2000, en Gaborone, la capital de Botswana. Ese día estuvo acompañado de líderes religiosos que hicieron un homenaje a su figura.

“Estamos listos para perdonar”, dijo el ministro de Relaciones Exteriores, Mompati Merafhe, durante la ceremonia. “Pero no debemos olvidar los crímenes del pasado, y de esa forma no repetirlos”.

Por años, el lugar donde fue enterrado “El Negro” fue olvidado y se convirtió en un campo de fútbol. Pero el gobierno de Botswana decidió recuperarlo y se convirtió en un lugar para que sea visitado por los turistas.

Pero casi un siglo y medio después, se desconoce cuál es el nombre de este “hijo de África” y exactamente de dónde proviene.

Sin embargo hay una pista: durante un examen forense realizado en 1995, reveló que había vivido unos 27 años, que había tenido una altura de 1.40 metros. Y que habría, probablemente, muerto de neumonía.

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