En Múnich, Alemania, el 5 de setiembre de 1972, ocho terroristas del grupo palestino Septiembre Negro tomaron de rehenes a 11 atletas israelíes. Todos murieron, al igual que cinco terroristas y dos policías.
Después, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), el estadounidense Avery Brundage, declaró: The Games must go on —Los Juegos deben continuar—, una frase que se ha hecho célebre.
El 27 de julio de 1996, estalló una bomba escondida en una mochila en el Parque Olímpico Centennial, de Atlanta, EE. UU.
Una persona murió y un centenar resultaron heridas. El culpable fue Eric Rudolph, un veterano del Ejército estadounidense, que figuraba en la lista de las 10 personas más buscadas por el FBI.
Desafíos
El irlandés Lord Killanin, quien sería el siguiente presidente del COI, tuvo que hacer frente al boicot de los países africanos a los Juegos de Montreal 1976, debido a una gira de la selección neozelandesa de rugby en la Sudáfrica del apartheid. De EE. UU. a Moscú 1980 y la Unión Soviética a Los Ángeles 1984, afrontó la “guerra fría”.
Pero si la historia olímpica no puede estar orgullosa de esas páginas, tampoco lo puede estar de uno de sus primeros Juegos, los de París, en 1900.
Solo cuatro años después de los primeros Juegos de la era moderna —Atenas 1896—, París casi mató el evento deportivo con una desastrosa organización, que tuvo su peor exponente en el atletismo y la natación.
Los nadadores tuvieron que competir en el río Sena, y la prueba de espalda fue probablemente la más peligrosa, ya que los deportistas tuvieron que competir nadando debajo o al lado de embarcaciones, debido a que sus propietarios se negaron a detener sus negocios mientras se desarrollaban las Olimpiadas.
Los atletas tuvieron que competir en ocasiones en caminos embarrados, mientras que los lanzadores de disco o martillo vieron cómo sus instrumentos desaparecían entre los árboles, sin poder encontrarlos o recuperarlos.
Más grave fue el caso del italiano Dorando Pietri, que es una de las “víctimas” de la historia de los Juegos, debido a unos pocos inteligentes jueces ingleses en las Olimpiadas de Londres de 1908.
Después de haber liderado el maratón durante casi todo el recorrido, se cayó, por cansancio, apenas a cien metros de la llegada, y fue ayudado a ponerse de pie por los jueces para poder cruzar la meta.
Sin embargo, los mismos jueces ingleses lo tuvieron que descalificar tras una protesta por parte del corredor que había quedado segundo.
El dopaje ha sido la gran lacra que ha perseguido a los Juegos Olímpicos y a la competición en general en los últimos años.
Humillación
La gran humillación la vivió el velocista canadiense Ben Johnson, que fue desposeído en Seúl 1988 de su medalla de oro en cien metros por dopaje, en uno de los escándalos más sonados de la historia del deporte.
Johnson, ganador de los cien metros de Seúl en 9.79, que era récord del mundo, fue descalificado por dopaje —anabolizantes— y el estadounidense Carl Lewis heredó la medalla de oro, completando su colección con una victoria en salto de longitud.
Suspensión y castigos
En Atenas 2004 los velocistas griegos Kostas Kenteris y Ekaterini Thanou fueron acusados de mentirosos, al haber alegado que sufrieron un accidente de moto para justificar su ausencia en un control antidopaje en vísperas del inicio de los Juegos.
Ambos confesaron que habían evitado tres controles sin previo aviso, y la Federación Internacional de Atletismo los suspendió durante dos años.
La atleta estadounidense Marion Jones fue desposeída en el 2008 de sus tres medallas de oro y dos de bronce de Sydney 2000, porque se dopó durante los Juegos. Fue castigada a unos meses de prisión por perjurio.
Pekín 2008 tampoco estuvo exento de la sombra del dopaje, e incluyó la posibilidad de analizar las muestras meses después, lo que permitió detectar un caso, el del bahreiní Rashid Ramzi, desposeído de su oro de mil 500 metros por dopaje.