ALEPH
De la mafiocracia al Estado
Ponga la palabra “mafia” en Google, dele un click y encontrará de primero esto: “1. Organización clandestina de criminales nacida en Sicilia que ejerce su poder mediante el chantaje, la violencia y el crimen. 2. Organización clandestina de criminales que intenta conseguir el monopolio de sus actividades delictivas en una zona”. Bajo la sombrilla de cualquiera de las dos acepciones, cabe lo vivido en Guatemala. Súmele el hecho de que el gobierno (de facto y/o paralelo) ha estado en manos de los ahora sindicados, y le será fácil llegar al término “mafiocracia”.
Ya nadie duda que un sistema mafioso ha quedado, en parte, desnudo. Y digo en parte, porque aún falta que la justicia alcance a, por lo menos, otra estructura igual de perversa y nociva que la recién descubierta, sólo que aún más profundamente anclada en nuestra historia de los últimos 40 años. La presencia de mafias legitimadas por el discurso de la democracia y el mecanismo del voto ha sido develada. Tanta corrupción abruma, indigna, preocupa y nos tiene como caminando sobre un temblor.
Lo más preocupante es que nuestra corrupción no es potestad de pocos ni fenómeno de surgimiento espontáneo, sino práctica social cotidiana. La mafiocracia ha vivido tanto tiempo porque hay policías que piden mordida; empleados (sindicalizados o no) que cobran jugosos salarios por no trabajar; militares matones y ladrones, cual cancerberos, cuidando las puertas del infierno; políticos cleptómanos que siempre están en venta; empresarios a quienes les importa un carajo Guatemala; jueces y magistrados falderos al servicio de sus amos de turno; banqueros que sostienen una arquitectura financiera al mejor estilo de Sindona; cooperantes que entraron en la lógica de “no hay obra sin sobra”; personas como usted y yo que pisteamos policías cuando manejamos bolos, que nos llevamos el papel higiénico de nuestras oficinas, y no nos molesta recibir un regalito en especie de vez en cuando para mantener cerrada la boca. La corrupción es un mal endémico de esta Guatemala primaveral.
Sabiéndolo, la pregunta es de cara a las próximas elecciones. ¿Cómo pasaremos de la mafiocracia al Estado democrático y republicano que anhelamos? ¿Qué pasará con los partidos políticos tradicionales y con sus históricos y poderosos socios, en todas las esferas del Estado? Esa transición da para pensar mucho, porque el tema es, en mucho, económico. Con la Cicig y el MP cada vez más fuertes, se avizoran más sorpresas que pondrán de rodillas a la clase política tradicional, pero no sólo a ellos. En tres años y medio que restan de gobierno, ¿cuánto de podredumbre se podrá limpiar? ¿Es tiempo de aprovechar la coyuntura para permitirnos descubrir nuevas rutas de participación política como lo sucedido con “Podemos”, en España, por ejemplo? ¿Cuántas personas con capacidad y honradez quieren hoy entrarle en serio a este país, no sólo desde la política partidaria? Y ¿adónde irán todos los corruptos cuando salgan de prisión (si van), si muchos de ellos han tenido en sus manos por décadas los destinos de nuestro país y no saben hacer otra cosa que mamar de la teta del Estado?
A contrapelo de la historia, nos toca trabajar a toda velocidad, muy unidos y con fuerza. La lógica nos dice que algo que tardó décadas en instalarse como parte de un imaginario social de la corrupción, no se limpia en pocos años. Pero es que no tenemos más que entrarle ahora o volver a acomodarnos en la zona de confort donde nada se movía, nada se decía y nada existía. Insisto: la juventud no se coló por la fisura que se abrió en nuestra historia; la juventud es la fisura por la que la nueva Guatemala puede colarse, de la mano de algunos adultos decentes. Por allí podemos sumar velocidad, voluntad, estrategia y nuevas formas de participación política y ciudadana. Todo un acto de fe (aunque por allí se dice que la fe es ciega).
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