LA ERA DEL FAUNO

Entre Catulo y esta realidad

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

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Quise hoy fugarme de la mezquindad política de allá afuera. La injusticia trepa sobre los edificios del Centro Histórico. Mi pantalla tiene moho. Perdone usted, en esta ocasión opto por compartir algo personal.

Ni mi madre lo cree, pero en un tiempo quise ser sacerdote. Pensaba que si me hacía cura, acompañaría a los pobres, tocaría guitarra con los jóvenes; haríamos caminatas, visitaríamos asilos, hospicios; pernoctaríamos al aire libre; viviríamos, lo que se dice, como los desposeídos.

Dejé novia y vicios —solo por un tiempo, claro— para dedicarme a la contemplación. O al menos para evaluar mis posibilidades. Quién sabe, acaso la vida me había dotado de un espíritu pastoral. Quería ser jesuita. Frecuenté al padre Fernando García S. J., para quien todo aquel que se sentaba a su mesa y compartía su pan era un amigo, por eso, me atrevo a decir que algunas veces me recibió como amigo. En esas indagaciones, fui a dar a un seminario distinto al que había pensado, no a estudiar, sino por una semana a un congreso de latino-hablantes en Boynton Beach, Florida.

Era el Congreso Hebdomada Academica de Humaniore Cultu Latino. Los motivos eran distintos al sacerdocio. Sucede que, por entonces, recibía clases de latín en la Usac con Rodolfo Iraetha, así que fui a pulirme en lo que todavía no sabía, ni hoy sé: latín. Allá conocí a María de Lourdes Santiago Martínez, una mexicana atea, oasis de intelecto que dio una magnífica ponencia. María era y sigue siendo brillante académica de la Unam, traductora del latín al español de obras como Las Cinegéticas, de Gratius; de la Historia de Psiquis y Cupido, de Apuleyo, entre otras. Gracias a ella supe del poeta Catulo (84 a.C.), autor de aquellos versos que dicen “Vivamus, mea Lesbia, atque amemos…”

“Vivamos, querida Lesbia, y amémonos,/ y las habladurías de los viejos puritanos/ nos importen todas un bledo/ Los soles pueden salir y ponerse;/ nosotros, tan pronto acabe nuestra efímera vida,/ tendremos que vivir una noche sin fin./ Dame mil besos, después cien,/ luego otros mil, luego otros cien,/ después dos mil, después otra vez cien;/ luego, cuando lleguemos a muchos miles,/ perderemos la cuenta para ignorarla”.

Grande, Catulo. La cita “nos importen todas un bledo [las habladurías]” tiene otras traducciones como “hagamos caso omiso de las habladurías” o “démosle menos valor que un centavo”. Para esta nota, no importa, la esencia es el recuerdo.

En aquella ocasión, me di cuenta de cómo eran otras formas de vida sacerdotal. La anfitriona era una comunidad benedictina liderada por el padre Suitbertus (1923-2006), un vienés formidable que daba la misa de espaldas a nosotros y sonreía todo el tiempo. Tenía un carisma impresionante. Era un hombre culto. Inspiraba confianza.

La severidad de aquel edificio para seminaristas era, para mí, excesiva. Las duchas no tenían más que un metro de cortina, el sanitario era justo para sentarse. Tenía, eso sí, una hermosa piscina, memorable. Me tocó compartir habitación con un obispo de Brasil al que tomé cariño porque me permitía tomar vino durante las noches y él fumaba antes de dormir. Repito que solo estuve allí unos días, no estudié en un seminario y estaba casi de paseo, pagado por mí y repasando latín que no aprendí nunca.

Comparto esto ahora que recién leí, de nuevo, los poemas de Catulo y me monté sobre las alas de esta escritura, para fugarme un poco. Y bueno, desistí de la idea del sacerdocio porque no habría podido sobrellevar ciertos votos. Con el de pobreza no tengo problema, los difíciles son la castidad y la obediencia. Dios me libre de ellos.

@juanlemus9

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