CON OTRA MIRADA
Vivir para ver; ver para creer
Luego de 72 años de existencia creí haber visto de todo, particularmente en cuanto al quehacer político de la Nación, que desde cualquier punto que se le vea ha incidido en la vida de sus habitantes.
La década de 1960, con la que inició mi adolescencia, estuvo aderezada por la Guerra Fría, que para Latinoamérica fue ardiente. La militarización del Estado dominaba el espectro político en el que los cambios de gobierno no eran más que una entrega de estafeta, sistema que hacía confuso entender cómo funcionaba eso del poder político.
El resultado de las elecciones, aunque convocadas democráticamente, era definido de manera arbitraria. La declaración del secretario del partido político Movimiento de Liberación Nacional, licenciado Mario Sandoval Alarcón, cuando el Consejo Electoral estuvo dirigido por su hermano, fue clara: “Lo importante no es quién vota, sino quién cuenta los votos”. Se creó la elección de segundo orden, la autoridad electoral enviaba su resultado al Congreso, los diputados avalaban lo convenido y las papeletas eran incineradas. Así, el fraude se consumaba “legalmente” y al electo se le denominó “Presidente Constitucional de la República”, pretendiendo visibilizarlo como resultado de un proceso electoral limpio.
Aun así, dentro de la estructura administrativa del Ejecutivo no prevaleció la ignorancia, pues solía nombrarse para los cargos ministeriales a profesionales muchas veces connotados y honorables.
Mientras tanto, la guerra interna iniciada en 1960 llegó a su clímax en los años ochenta. Las elecciones de 1982, bajo la presidencia del general de Romeo Lucas García, siguiendo el plan de la estafeta, dieron el triunfo al exministro de la Defensa general Aníbal Guevara. Lucas fue depuesto por un golpe de Estado, liderado por jóvenes oficiales que llamaron a militares de alto rango para integrar la junta de Gobierno que convocara a nuevas elecciones.
El resultado fue la integración de una Asamblea Nacional Constituyente, que redactó la nueva Constitución, la cual cobró vigencia en 1985, permitió iniciar la era democrática y elegir presidentes civiles. Con ellos también se democratizó la corrupción, hasta entonces restringida a un pequeño núcleo de poder.
La poca educación y ausencia de valores cívicos, junto a la desmedida ambición de una nueva clase política, llevó al Estado al nivel más bajo conocido, cuando los altos cargos de la administración pública son ocupados por correligionarios, amigos, parientes y conocidos, cuyo común denominador es la incapacidad y el desmedido deseo por enriquecerse.
' Sandoval Alarcón fue claro: “Lo importante no es quién vota, sino quién cuenta los votos”.
José María Magaña
El proceso electoral en el que estamos inmersos, que terminará el domingo 16 cuando se celebren las elecciones generales, es sin duda el más caótico de nuestra historia. El llamado Pacto de Corruptos, abanderado por el Presidente de la República ante las denuncias por corrupción expuestas por el Ministerio Público y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), hizo muy bien su trabajo al cooptar instancias ejecutivas, judiciales y legislativas, tendente a defenderse y garantizar en el mediano y largo plazo su seguridad personal, sin importar los intereses de la Nación y menos aún el bienestar general.
Veo con incredulidad el actuar errático e inconsecuente del Tribunal Supremo Electoral a una semana de las elecciones. Sorprende el rechazo cotidiano a la inscripción de quienes considera enemigos, pero más asombra la facilidad con que allana el camino a los allegados del mencionado Pacto de Corruptos. Creo que su proceder es contradictorio a su actuación de días anteriores, con el que parece despreciar, de manera impune, el marco legal que cada magistrado juró respetar al asumir el cargo.