DE MIS NOTAS
Rumbo norte
Sosteniendo la taza del humeante café con sabor de bosques nubosos del área Ixil, partimos temprano el pasado martes hacia Belice, con mi hijo Stefan. El vehículo, repleto de equipo especial, se sentía un poco pesado y culminaba la preparación de una semana.
Un overland expedition, como les gusta a los entusiastas llamar a este tipo de viajes, se diferencia de la travesía en vehículos normales en que es un tipo 4×4 equipado con llantas y suspensión especial y capacidad de campin.
Con tales capacidades se pueden trepar empinadas montañas, cruzar ríos de poca profundidad, sortear lodazales y andar en campo traviesa. Es esta capacidad de desplazamiento la que permite visitar lugares poco conocidos a través de uno o de varios países. Parar a compartir con gente diversa que uno se encuentra en el trayecto, gozar de la hospitalidad de gente bella y generosa, abriendo las historias de sus pueblos y sus vidas. Esta es la esencia del overlanding, y aunque el término en español tiene su imperfecto equivalente en la palabra “travesía”, el overland literalmente dice “a través de la tierra”.
Después de 12 horas, incluyendo los trámites de ambas fronteras, llegamos a un hotelito —que ya conocíamos en las afueras Benque Viejo— llamado Rolling Hills. Atractivo, construido en unas colinas ondulantes, es el lugar perfecto para retomar el aire y continuar la marcha al día siguiente.
Descansados enfilamos hacia Dangriga, un pequeño poblado costeño de ritmo pausado y oferta turística más enfocada hacia garífunas beliceños, por ser la capital de la cultura Garífuna. Y aun cuando sus playas son descuidadas, el lugar respira cultura y tradición. Más adelante, y a lo largo de la costa, se encuentran Hopkins, Maya Beach y Placencia, donde están los mejores desarrollos turísticos a la orilla del mar.
Pero antes de llegar a Dangriga, tomamos un sendero selvático abandonado que anunciaba la venta de una parcela de terreno. Nos adentramos por un camino poco transitado y lleno de agua y lodo rojo. A unos cuantos kilómetros nos encontramos a una pareja de menonitas estadounidenses manejando un viejo picop. En tono cortés, la mujer nos preguntó si estábamos interesados en adquirir cien acres, a dos mil dólares el acre. “Somos un grupo de menonitas que nos hemos separado del grupo principal beliceño y estamos iniciando este desarrollo”, dijeron.
Cortésmente les dijimos que estábamos probando nuestro vehículo para adentrarnos en la selva y admirar la belleza de la flora en el trayecto. Nos despedimos y a los pocos minutos estábamos de regreso a la south highway que atraviesa grandes plantaciones de cítricos, muchos de ellos abandonados, según dijeron, por el contagio de una enfermedad que aniquiló la industria hace algunos años.
En Hopkins, el destino nos llevó a una preciosa y escondida playa cuyos dueños, oriundos del lugar, han arreglado para hacer campin y eventos. Justo lo que buscábamos. La playa fue nuestra por día y medio. El mar esmeralda, una delicia. Por la tarde sopló un viento que se encargó del calor y los pocos mosquitos.
Pasamos dos días más visitando Placencia. Una experiencia deliciosa en dos hoteles con cabañas magníficas.
El desarrollo de resort y marinas de variados tamaños están desplazando a Amber Gris con su saturación de golf carts y exceso de tráfico. Las ventajas de acceso terrestre aéreo, más playas, flora y fauna, similares, ha atraído mucha inversión a Placencia.
Tuvimos que salir huyendo de los diluvios causados por un frente frío, el mismo que anegó la costa norte de Izabal. Escribo esta columna ya en el Hotel Gringo Perdido, de Chiqui Cofiño. Estamos en una de las megasuites, en la nueva sección que desarrolló recientemente. Cinco estrellas se queda atrás si le agregamos pájaros cantando en el balcón, monos aullando en el atardecer y exuberante selva a un lado del balcón.
¡Feliz Nochebuena!