Con excepción del Abierto de Estados Unidos del año pasado, que cayó en manos del croata Marin Cilic, el único en disposición de romper esa hegemonía parece el suizo nacido en Lausana hace 30 años en el seno de una familia centroeuropea, de padre nacido en Alemania y orígenes polacos.
Wawrinka dio una enorme sorpresa al vencer en la final de Roland Garros al número uno del mundo, Djokovic, que parecía lanzado a la conquista del único grande que falta en su palmarés.
Fue un título logrado con más brillo que el del año pasado en Australia, marcado por los problemas en la espalda que torturaron a su rival, el español Nadal.
En París, el triunfo de Wawrinka fue sin matices, tras un camino excepcional durante todo el torneo, de menos a más, como marcan los cánones de los campeones, rubricado en la final con un partido mayúsculo en el que su tenis fue muy superior al de Djokovic.
Si en Australia se convirtió en el primer ganador de un Grand Slam que no formaba parte del “Big Four” desde que el argentino Juan Martín del Potro ganó el Abierto de Estados Unidos de 2009, en París refrendó la condición de líder de la oposición al oligopolio del tenis mundial.
Un estatus que quedó marcado en el ranquin mundial con un salto hasta el puesto número 4 -Nadal es décimo, el único miembro del “Big Four” que no está entre los cuatro primeros-, un puesto por debajo del que alcanzó en 2014 cuando ganó en Melbourne, su mejor clasificación histórica.
Tras ganar Australia, Wawrinka pareció dar un salto de calidad que se transformó en su victoria en el torneo de Montecarlo, su primer Másters 1.000.
El suizo no solo confirmaba su condición de campeón sino que lo hacía en todo tipo de pistas. Pero aterrizó en Roland Garros con la condición de favorito y naufragó en primera ronda contra el español Guillermo García López, poniendo de manifiesto el principio de que lo difícil no es llegar, sino mantenerse.
Su carrera sufrió todo tipo de peripecias, su vida personal también y eso se resintió en sus resultados.
El pretendiente al “Big Four” se alejó de los mejores y, aunque no salía del top 10, su nombre dejó de sonar entre los postulantes a los grandes títulos.
Así llegó a París, sin grandes pretensiones. Pero fue avanzando y superando obstáculos, algunos tan simbólicos como su compatriota, amigo y mentor Federer, número dos del mundo, a quien derrotó en cuartos de final.
En semifinales se deshizo del ídolo local, el francés Jo-Wilfried Tsonga, mostrando un gran tenis y una gran personalidad capaz de afrontar a un tiempo la potente derecha del galo y el grito hostil de la grada.
Se ganó el derecho a jugar una segunda final de Grand Slam, de nuevo ante un monstruo, un miembro del Big Four, de esos que no suelen caer cuando caminan por el filo de una navaja.