ALEPH
Impunidad no, cicig sí
Según el Barómetro Iberoamericana de Gobernabilidad (2011), dos de cada 10 personas en Guatemala no confían en la justicia. En la medición del grado de independencia judicial, Guatemala retrocedió varias décimas entre 2009 y 2014, año este en el que tuvo 3 puntos, en una escala de 1 a 7 definida por el Índice de Competitividad Global. En el Informe 2008-2009, el indicador de independencia judicial se situó en 3.3 puntos, lo cual significa que Guatemala retrocedió 0.3 puntos, en cinco años (WEF, 2014). La débil independencia judicial está relacionada con otro arraigado mal en el sistema: la corrupción.
Se señala que el fenómeno se manifiesta “desde llamadas telefónicas de políticos a jueces hasta la ‘compra’ de decisiones por parte de grupos de interés económico o del crimen organizado” (CIJ, 2009: 34). Asimismo, da cuenta de visitas de políticos a magistrados ofreciéndoles beneficios a cambio de decisiones o la recepción, por parte de jueces y magistrados, de decisiones ya redactadas, así como la recepción, por parte de jueces, de “indicaciones” por medio de circulares de tribunales superiores en las que se fija cómo deben resolver cierto tipo de casos.
La corrupción que aqueja al sistema de justicia está lejos de ser un mal exclusivo de esa esfera de la administración pública. Por el contrario, hay suficientes razones para considerar “normal” que ella exista dentro del OJ, en un país cuyo Índice de Percepción de Corrupción lo coloca muy cerca de aquellos que, según Transparencia Internacional, viven condiciones de corrupción desenfrenada. Lo anterior se expresa en el Documento Marco que sirvió de base para el intercambio alrededor del tema de la impunidad en Guatemala, organizado por la Fundación Esquipulas, la Friedrich Ebert Stifftung y el Demos.
La columna vertebral de un Estado de Derecho es la justicia, y esta se logra (en gran medida) a partir de la independencia judicial. El problema estriba en que hay más de una forma de ver esto: para gran parte de la ciudadanía, la justicia es un anhelo truncado; para quienes creemos en la democracia, un mandato; pero para las mafias conformadas por buena parte de la burocracia judicial y sus patrocinadores económicos y políticos, la independencia judicial es un estorbo. Un clavo en el zapato. Esto plantea enormes complejidades.
Somos las y los guatemaltecos quienes debemos solucionar este problema, pero cuando hay un Estado débil, corrupto, inviable, carnívoro y violento, gobernado en mucho por esas mafias, hay que prestarle muletas hasta que sane. Por ello, yo creo que la Cicig debe quedarse. Paralelamente, además de reformar el estado de cosas en el ámbito de la justicia, habría que promover una Reforma Integral (con mayúsculas) de los sistemas político, educativo, de salud, y financiero, entre otros.
Por ello, cuando el Comisionado, Iván Velásquez, preguntó: “¿Es que entonces esperaban que la Cicig cambiara Guatemala?, la respuesta es No. Pero sí esperábamos algo de lo que ha sucedido gracias a su presencia: con todo y sus propios desplazamientos, aciertos y errores, ha apoyado investigaciones en casos de contrabando, financiamiento del sistema político, narcoactividad y despojo de tierras, corrupción administrativa y judicial. Ha transferido capacidades a instancias como el Ministerio Público para que construyan por sí mismos investigaciones de criminalidad compleja y organizada. Ha nombrado problemas como la trata de personas, la violencia contra la mujer, el crimen organizado, la impunidad y el financiamiento de partidos políticos en sus periódicos informes; ha acompañado elecciones de funcionarios públicos, lo cual ha generado debates ciudadanos más extensos y profundos. Por ello, y en este marco nuestro de corrupción e impunidad, todavía necesitamos a la Cicig. Repensémosla juntos, estemos cerca, cuestionémosla cuando sea necesario, pero aún no podemos dejarla ir.
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