Economía

El cartón de licenciado 

Todos los años por estas fechas las universidades americanas despachan cartas de admisión y/o rechazo a los graduandos de secundaria. Un proceso que cada vez más se ha convertido en una suerte de psicosis colectiva, mezcla de angustia y frenesí que comparten tanto los jóvenes como sus padres.

Al respecto, dos interesantes artículos aparecieron publicados recientemente. Uno de Robert Reich, secretario del trabajo durante la administración Clinton; y otro de Frank Bruni, autor de un libro titulado Where you go is not who you will be: an antidote to the college admissions mania.

Un fenómeno muy propio de la sociedad norteamericana, en realidad de su clase media, que con los años ha idealizado la educación superior como ese pase o garantía que le dará a los jóvenes una vida próspera, feliz y bien remunerada. Pero que cada vez más deja de ser cierto, pues los tiempos han cambiado, y las cosas ya no son tan lineales como muchos creen o quisieran.

Para comenzar, el costo de las universidades en dicho país puede llegar a tal magnitud que obliga a padres a ahorrar con muchos años de anticipación, y/o a jóvenes a tomar préstamos enormes para costear sus estudios. Hay pues una inversión de recursos muy importante, que se hace bajo el supuesto de que los retornos a ese grado académico serán suficientemente altos para repagar deudas, reconstruir ahorros, y además vivir mejor que la generación anterior.

Tenemos individuos y hogares tomando decisiones de inversión en capital humano sobre la base de información equivocada, incompleta, o que en el mejor de los casos ha dejado de ser válida en el mundo actual. Porque ya no es verdad que al final del túnel los está esperando un empleo estable, decente y bien remunerado. De hecho, un estudio del Banco de la Reserva Federal de Nueva York señala que 46% de los graduados de universidades se desempeñan en trabajos que no requieren estudios superiores. ¿Y entonces?

Hasta hoy son básicamente dos los supuestos que explican este comportamiento de hogares con hijos en edad escolar. Primero, la creencia de que existe una relación lineal —ojalá exponencial— entre educación y remuneración. Y segundo, la apuesta a que, aun y cuando dicha relación no se cumpla para todo el mundo, para aquellos afortunados que logren ingresar a universidades de cierto prestigio, las conexiones que harán serán un activo tanto o más importante para la inserción laboral futura.

El problema es que la ruta “más educación formal, mayor productividad, salarios altos”, no sucede siempre; y la ruta “escuela prestigiosa, red de contactos, mejores trabajos futuros”, no puede generalizarse a toda la sociedad porque depende de la reputación de la escuela a la que el joven logra ingresar. Y como por definición la oferta de tales escuelas es menor que la demanda, automáticamente se genera un proceso de exclusión que inhibe el poder igualador de la educación al hacer más costosos los procesos de búsqueda de empleo.

Esta discusión que parece tan de primer mundo, con algunos ajustes es igualmente válida para un país como Guatemala. ¿Por qué?

Primero, porque somos una sociedad con enormes desigualdades, y la educación superior es una de las muchas formas en que hemos profundizado estas brechas. Segundo, porque siendo Guatemala un país de jóvenes, la formación y gestión de nuestros talentos debiera ser prioridad nacional. Tercero, porque así como el caso norteamericano está indicando que la formación superior ya no es panacea, con mayor razón en Guatemala debiéramos pensar en una estrategia de generación de capital humano que adopte diferentes formas, en vez de insistir en la receta única del cartón de licenciado.

No hay que olvidar que América Latina comenzará a agotar su bono demográfico hacia el 2020. Y aunque Guatemala tendrá todavía entre 10 y 20 años más, bien que nos haría aprender de lo que están viviendo otras sociedades más avanzadas y enfocarnos en una estrategia que invierta recursos en educación de manera diferenciada.