Lo querían linchar porque hacía unos pocos minutos había matado a un parroquiano.
“¡Atrapen a ese desgraciado!”, exclamaba la muchedumbre.
El asesino, al verse acorralado, corrió hacia el portón de la antigua Penitenciaría Central, justo donde hoy está el edificio de Finanzas Públicas, en la zona 1 de la capital.
Ahí, los guardias lo capturaron y lo defendieron de la multitud. Era el 9 de abril de 1920.
La Policía informó que el malhechor ya había estado en la cárcel en repetidas ocasiones, desde su juventud. De hecho, se había fugado de ese lugar hacía algún tiempo.
Sí que era una “joyita” aquel criminal llamado Roberto Isaac Barillas, mejor conocido en el hampa como Tata Dios.
Años antes
Isaac Barillas había escapado de la Penitenciaría hace rato. Así lo indican las crónicas, aunque no dicen cuándo. Lo cierto es que huyó a México, donde estuvo al servicio de “generales revolucionarios”, con quienes se alistaba para participar en una expedición a Cuba, a la cual desistió tras enterarse del movimiento unionista que, en esa época, intentaba derrocar la dictadura de Manuel Estrada Cabrera.
Fue entonces que regresó a Guatemala —corrían los primeros días de abril—.
Visitó a su mamá y, después de beber con ella una taza de café, salió en busca de ciertas personas que consideraba enemigas, criminales como él. Halló al primero y lo mató.
Las calles de la capital, en ese momento, eran un hervidero. En las revueltas contra Estrada Cabrera mataron a José Coronado Aguilar, uno de los integrantes de la resistencia. El autor material fue Virgilio Valle.
Isaac Barillas se enteró del crimen y, en venganza, lo buscó y asesinó atravesándole la frente con un puñal, cerca del puente La Barranquilla.
La población presenció el asesinato y lo empezaron a perseguir. “¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Que no escape!”, gritaban.
Fue entonces que Tata Dios salió corriendo directo a la cárcel. Ahí se sentía protegido.
El escultor sanguinario
Aquel criminal era alto, casi de dos metros de estatura, de tez blanca, fuerte como una grúa, de cráneo puntiagudo, de ojos pequeños y con grandes manos y pies. Decían, además, que era bondadoso con el débil y temido, incluso, por otros homicidas seriales. Solía portar un sombrero de ala ancha. Entre su pantalón, dicen, muchas veces escondía una daga de media vara de largo.
Los otros delincuentes le decían Tata Dios porque lo miraban como alguien superior, con autoridad. ¡Y vaya que la tenía!
En la cárcel, incluso, gozaba de ciertos beneficios. Recibía ración triple de alimentos. Le facilitaban un colchón para su cama, aunque no la usaba porque prefería la dureza de una tarima —decía que así fortalecía los músculos de la espalda—. Su celda, con puerta fabricada con rieles de ferrocarril, estaba cerca del área que era conocida como El Triángulo, entre el patio de las letrinas y el infame Callejón de los políticos, donde iban a parar los “enemigos” de las dictaduras guatemaltecas de la primera mitad del siglo XX.
Ahí dentro tenía un taller de trabajo; dicen que se le daba eso de la escultura. Ahí, con el hueso, fabricaba juegos de dominó y ajedrez, limpiauñas, limpiadientes, agujas para croché y hermosos crucifijos. También mujeres desnudas. Cierto día talló la Venus de Milo y al otro, a la Virgen de Guadalupe, de quien era fervoroso devoto.
Con el cuerno de los bueyes esculpía floreros y resistentes bastones.
También tenía la habilidad de montar todo un Calvario dentro de una bombilla, incluidos centuriones, martillos, clavos, escaleras, lanzas y la figura de Cristo Crucificado. Nunca nadie supo cómo lo hacía. Cierta vez, un incauto le preguntó sobre ello, pero Tata Dios le impuso una mirada fija, penetrante, dura y hostil. Le dejó de hablar por tres días, hasta que, por fin, le reprochó aquella indiscreción.
Quienes lo conocieron afirman que tenía “un alma primitiva”. Uno de ellos fue el autor del libro Ombres contra Hombres, cuyo nombre literario era Efraín de los Ríos —el real era Efraín Aguirre Ríos (1906-1974)—.
En esa obra, el escritor narra su experiencia dentro de la Penitenciaría Central, donde llegó en dos ocasiones por motivos políticos —la primera vez, del 21 de diciembre de 1935 al 14 de diciembre de 1939; la segunda, del 6 de marzo de 1942 al 29 de marzo de 1944—.
Asegura De los Ríos que a Tata Dios le gustaban tanto las mujeres como los hombres. “Escogía para pasadores de su sección a los presidiarios más jóvenes y simpáticos, con perfiles de femineidad y pedía a los sargentos de semana o jefes de servicio que se los remitiesen a servir a su departamento. Estos muchachos, posiblemente ya propensos a la perversión, se prestaban, por gusto o por la fuerza, a satisfacer los deseos lúbricos de Tata Dios”, relata.
Comenta, además, que todos los reclusos lo obedecían. “Tiene un capital acumulado no menor de US$3 mil, los cuales no le han sido incautados por más requisas que se han practicado en su bartolina”, escribe. “Habla de su madre con ternura honda, con un amor intenso, con una devoción asombrosa (…) Ello me hace pensar que en el fondo de los grandes criminales se esconde generalmente un santo, así como en muchas ocasiones, de los grandes cobardes van saliendo los héroes”, prosigue.
De los Ríos, por lo general, defiende a aquel sanguinario recluso, quizás porque, psicológicamente, ahí dentro todos se convierten en iguales.
El caso es que Isaac Barillas era malo, temible. En una oportunidad dio muerte a otro reo con quien había reñido, para lo cual empleó el cincho de un barril.
En esa época, además, corría el rumor de que los mismos guardias penitenciarios lo sacaban por la noche para que fuera a matar a opositores del gobierno de Ubico. Es más, dicen, el dictador le encomendaba esos asesinatos.
Dentro de la cárcel, además, lo empleaban como verdugo, casi siempre contra aquellos acusados de encarar la dictadura ubiquista.
“Fijate vos —le dijo cierta vez Tata Dios a De los Ríos—, está uno tranquilo trabajando y lo vienen a joder (…) Ese pícaro de Buenona —así le llamaba al inspector— me vino a traer para vergacear a unos tacuacines a la bóveda (…) Desgraciados, uno está tranquilo en su trabajo y lo vienen a perturbar y a incomodarlo”. Así está escrito en Ombres contra Hombres.
Refiere el escritor que Isaac Barillas cometía sus crímenes cuando estaba sumamente alcoholizado, lo cual confirma el abogado Manuel Coronado Aguilar, el hermano de José, aquel que había sido asesinado por Virgilio Valle —y este a su vez, muerto por Tata Dios—.
Manuel Coronado Aguilar también fue prisionero político y tuvo trato con el famoso criminal —la primera vez el 17 de febrero de 1922 y la segunda el 30 de julio de 1944, durante la breve dictadura de Federico Ponce Vaides—.
En una columna del diario El Imparcial del 18 de marzo de 1968 escribe respecto de Tata Dios: “Entraba en un estado patológico siempre que ingería licor, el que lo obligaba a perturbaciones consecutivas mentales y hasta fisiológicas, de efectos extensivos que lo precipitaban hacia la impulsión y hacia la tendencia morbosa”.
Más adelante refiere: “Con permiso expreso de su director, no obstante su peligrosidad, sale a la calle y de regreso de visitar a ‘su mujer’, toma un carruaje de punto… Conste, iba envenenado por el alcohol. De pronto le asalta un mal pensamiento: inclina su cuerpo en dirección a la espalda de su cochero que viste una chumpa de lona muy gruesa. Le viene, entonces, la ilusión de saber qué ruido haría el paso de su cuchillo al romper aquel vestido tan ordinario. Una obsesión diabólica lo domina y pica con su puñal la espalda de su auriga”.
Efraín de los Ríos agrega en su obra que una vez halló a Roberto Isaac Barillas bastante de buen humor.
—¿Qué hay, don Beto, por qué está tan contento? —le preguntó.
—Sentate, vos Efraín —contestó. Estaba yo diciéndoles a los muchachos que cuando salga, ya no voy a beber guaro. Fijate vos —continuó— que me tomo el primer trago y lo siento muy sabroso; me tomo el segundo, mejor; con el tercero me caliento y, al cuarto o quinto, luego me entran las ganas de meterle el cuchillo a un desgraciado. ¿Verdad que no está bueno eso, vos?
“El alcohol le inhibía de conocer la injusticia de sus actos y le despertaba el morbo del puñal. Era, en resumen, el crimen causado por el alcoholismo”, expone De los Ríos.
Tata Dios también mostraba actitudes desconcertantes, cínicas. Una vez, los carceleros lo mandaron a azotar a un preso. Al día siguiente, le preguntó a su víctima: “Ydiay, vos, ¿qué te pasó? Ahí te dejo unos tus cigarros”.
El fin del criminal
Según el abogado Manuel Coronado Aguilar, Tata Dios tenía en su contra 19 procesos por homicidios y lesiones. Otras fuentes, sin embargo, aseguran que sus asesinatos fueron muchísimos más. Lo cierto es que pasó más de 30 años tras las rejas.
Contaba Coronado Aguilar que un día de enero de 1968 se lo encontró en el templo de Santa Clara. Isaac Barillas dijo: “Vine a visitar al Todopoderoso que es el único que me protege”. Al despedirse agregó: “Hace años que no bebo un trago”.
Tata Dios murió el 15 de marzo de 1968. Estaba pintando su casa, en la zona 12; después fue a dormir. Ahí, en la tranquilidad de su cama, falleció por un infarto al corazón. Tenía 80 años. Así que no siempre se cumple eso que reza el refrán, que “quien a hierro mata, a hierro muere”.