Obviamente existe una serie de requisitos (como los que caracterizan a cualquier ocupación formal) si es que se ha de llegar a resultados artísticos. Es una perogrullada mencionarlo, pero la puntualidad, el conocimiento de la música a interpretar, la dedicación, el desarrollo técnico de los ejecutantes, todo esto va incluido en la noción del ensayo.
El ensayo debe ser un espacio abierto al error. Precisamente es allí donde los artistas pueden (y casi deben) equivocarse. Que la vivencia de lo bien que les saldrá su actuación no sea sorpresa para ellos, sino para el público. Correr riesgos, enfrentar temores, cambiar —de pronto— conceptos largamente aceptados y rutinizados. Repetir, hasta la saciedad si es imprescindible, lo que tiene que sonar como que fuera la más espontánea de las funciones, sobre la base de mejorar tanto una secuencia de actos, que no se note ni el zurcido invisible del experto, aunque se escudriñe cuidadosamente su labor.
Al final, esta apología del ensayo nace de los muchos años en que ha tocado llegar, quizá sin mucha gana, a preparar una pieza, para luego salir absolutamente energizados por haberlo hecho. Esa soltura, ese desenfado y ese brío que se arrancan del ensayo —a veces más vivos que la propia actuación en vivo—.
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