Tasmania es un estado insular de Australia, remoto y salvaje, poco habitado y un poco olvidado por estar separado del territorio continental. Un 20 por ciento de su territorio ha sido declarado Patrimonio Natural de la Humanidad, donde se ubica una red de 10 parques naturales con desfiladeros expuestos a diversas glaciaciones, lagos cristalinos en antiguos cráteres y picos nevados inaccesibles.
Las carreteras poco transitadas y los parques poco visitados, dan una sensación de soledad, que es acompañada por las inesperadas apariciones de su fauna única e inofensiva porque ya no merodea más el extinto tigre de Tasmania.
La aventura en automóvil comienza desde cualquier aeropuerto. Un punto de partida puede ser la ciudad norteña de Launceston, que fue explorada por primera vez por George Bass y Matthew Flinders en 1798, y que aún conserva un aire colonial.
Desde allí se emprende un camino por modernas carreteras que atraviesan, primero, campos de cultivo, y luego se adentran por un camino sinuoso de mimosas amarillentas y eucaliptos bañados por una luz roja grisácea de invierno y un frío crujiente, hacia el valle Cradle, desde donde parte el mítico camino alpino Overland.
La puerta del paraíso
Los pocos carteles que encuentra el viajero llevan, después de un recorrido de tres horas, matizado por los paisajes montañosos y el pesado vaivén de caderas de los wombats —marsupiales peludos como un pequeño oso de peluche—, a la entrada norte del Cradle Mountain-Lake St. Clair.
Aunque se llegue de noche, internet y un teléfono inteligente son suficientes para obtener las llaves de este paraíso. En la entrada se paga el acceso a los parques y la llave de una de las cabañas del histórico lugar Waldheim, en donde la pareja austriaco-australiana Gustav y Kate Weindorfer construyó en 1912 una vivienda rústica y una cabaña para invitados.
Copa en mano, a la luz de una linterna y un buen abrigo, invitan a una caminata nocturna para saborear el goce de los primeros encuentros con canguros y wombats en medio de la niebla nocturna y un camino de madera marcado para no estropear el terreno.
El siguiente encuentro obliga a madrugar. Los animales australianos son más activos durante la hora azul, ese breve instante de transición entre la noche y la mañana, en donde no reinan ni la luz ni la oscuridad. Con agua, café y bocaditos en la mochila, caminando despacio, se llega lejos y se ve más.
Desde las cabañas Waldheim se abre un mundo hacia empinados bosques con plantas de la era de Gondwana, cortados por riachuelos y con liquen incrustado en las rocas, desde donde se bifurcan varios senderos que llevan hacia el lago Dove o el lago Cráter, de 60 metros de profundidad y cuyas aguas reflejan como un espejo las montañas que lo rodean.
La caminata es medianamente difícil y la falta de aire, a veces, incómoda, pero todo se olvida con cada cambio de paisaje, en cuestión de minutos, y el último aliento se usa para trepar rocas con ayuda de unas cadenas metálicas colocadas para ese fin. El ascenso al borde de un abismo manejable lleva hasta el mirador de Marions, que premia con una espectacular vista de la montaña Cradle (1.545 metros).
Más allá se encuentra el emblemático camino Overland, que se adentra a lo largo de sus 65 kilómetros o seis días de caminata, en las entrañas del Cradle Mountain-Lake St Clair National Park, moldeado hace miles de años por las diversas glaciaciones, y que se ha ganado la fama de ser uno de los recorridos por bosques más impresionantes del planeta.
Playas inhóspitas
Del oeste al noroeste, el recorrido atraviesa carreteras sin asfalto que obligan a ir con mayor prudencia, ya que los seguros de los autos cobran una fortuna en caso de accidente. En el camino hay algunos pueblos con una sola gasolinera, con comercios que cierran a las 5 de la tarde y calles poco transitadas. La parada para abastecerse es el St. Helens, al sur del Mt. Williams. Solo el pub-hotel está abierto pasada las 10 de la noche y el local está lleno.
Si bien los catálogos turísticos nombran al parque Mt. William, los lugareños de St. Helens parecen no conocer este destino paradisíaco tan cercano, que tiene lugares para acampar y excursiones breves en armoniosa convivencia con los canguros Forester y unas cien especies de aves marinas, como la gaviota y el albatros.
La costa de varios kilómetros del Mt. William, cerca de Cobler rock, y la ausencia de almas humanas invitan a recuperar al niño interior en sus dunas y a la desnudez. El mar frío y rabioso, a la prudencia.
La llegada de la oscuridad supone la expulsión del paraíso, no sin antes pasar por la playa Top End para ver el atardecer en el lago cercano y los rayos de sol dibujando las siluetas de cisnes negros.