EDITORIAL

Acuerdo nacional debe rebasar cortoplacismo

Para el próximo 11 de marzo está programada la firma de un pacto de no agresión entre partidos participantes en las elecciones de este año, como un mecanismo para prevenir campañas negras y evitar hechos violentos, aunque a la fecha ya se cuentan, lamentablemente, dos precandidatos ediles ultimados.

En 2015 hubo al menos 15 muertes, de personas vinculadas con el ámbito político, sobre todo municipal, pese a que la mayoría de secretarios generales refrendaron un acuerdo semejante, el cual, a su vez, no fue el primero de su tipo, pues el 7 de febrero de 2011 se firmó un compromiso ético electoral en la Plaza de la Constitución.

Varios de los partidos signatarios de tales demostraciones ya no existen, debido a que fueron suprimidos por delitos relacionados con el financiamiento electoral, un ilícito que todavía salpica a varias figuras políticas participantes en el proceso de este año y cuya erradicación figuraba, paradójicamente, como uno los compromisos asumidos hace ocho y hace cuatro años, además de la obvia divulgación de programas de gobierno, la garantía de debates respetuosos y el repudio a toda agresión.

Con diversos pretextos, varias entidades políticas se rehusaron a firmar el compromiso de 2015, entre ellas Líder, que fue cancelada en 2016 por no haber reportado su total de gastos y financistas. Tampoco firmó entonces el actual partido oficialista. Ahora que se avecina otro convenio resulta necesario subrayar que estas declaraciones públicas de intenciones resultan redundantes en cuanto a que la política implica de por sí una práctica civilizada de relaciones entre individuos responsables para beneficio de la sociedad. Si bien la aceptación de un pacto de respeto genera un efecto positivo de imagen, pesa sobre los partidos la incapacidad de sostener una discusión seria, técnica y permanente de las prioridades nacionales.

Los partidos no pueden presumir de comprometerse mediante un documento a respetar las normas vigentes, porque con o sin firma están conminados a hacerlo, aunque resulta oportuno preguntarse por qué ciertos grupos se negaron a refrendarlos en su momento. El tema de fondo radica en la imperiosa necesidad de un acuerdo nacional que va mucho más allá de llamar a la no agresión.

El esperado compromiso consiste en formular, acordar y respetar una serie de acciones de desarrollo a largo plazo, un plan básico pero sostenido de atención a los retos más ingentes, una agenda de consenso que garantice continuidad a determinadas políticas, sin importar relevos en el Ejecutivo, Legislativo o comunas.

Asuntos como el combate de la desnutrición crónica, la transformación del sistema educativo público, crear una ruta de eficiencia para el Estado, poner fin a la corrupción y a las mafias, así como crear condiciones propicias para el crecimiento económico, bien podrían ser cinco de esos puntos de encuentro que trasciendan cualquier ojera ideológica o personalismo caudillista. Después de todo, los presidenciables y otros aspirantes se ufanan en estos días de tener las mejores intenciones y de contar con una visión de largo alcance para el porvenir nacional, por lo cual, más allá de determinadas ópticas ideológicas, debería ser factible, plausible y necesario proclamar ese convenio básico entre guatemaltecos, que sin duda va mucho más lejos que la miopía de la propaganda cíclica.

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