“Sometido a los riesgos de la calle, del clima y de la erosión del tiempo, el street art se inscribe en la historia pasando de la calle a las instituciones”, resume en el catálogo de la exposición la comisaria de la muestra, Céline Neveux.
París, que ya había institucionalizado esta forma de arte en el pasado con exposiciones en centros como la Fundación Cartier o el Grand Palais, lleva ahora el arte urbano hasta el interior de la oficina postal, sector que también conquistó el espacio público a través de los buzones.
Es por eso que C215 reunió esa confluencia en Nostos, uno de los trabajos que pueden visitarse junto a la estación de Montparnasse y que presenta el retrato de una niña con chupete estampado sobre uno de esos receptáculos que engullen cartas y que pueblan las calles de la capital francesa.
Junto a C215, otros cinco artistas (LAtlas, Ludo, Miss.Tic, Rero y Vhils) han concebido una obra expresamente para una muestra que a través de aerosol, acrílico, plantillas, mosaicos, collage, resina o grabado que se aplican sobre muros, señales de tráfico, lienzos o cajas de pizza, atestigua la evolución del arte urbano tanto en técnicas como en soportes.
Lejos quedan las pinturas callejeras que firmaba Corbread en Filadelfia a finales de los sesenta y que se popularizaron en los vagones del metro de Nueva York una década después, en un contexto de crisis económica y de desigualdades sociales.
Los hay, sin embargo, que atribuyen el origen de esa forma de expresión a un obrero de una fábrica de armamento de Detroit que durante la segunda Guerra Mundial comenzó a escribir en espacios públicos: Kilroy estuvo aquí.
En paralelo, la pintura urbana francesa debe su origen a Ernest Pignon-Ernest, que ya en 1966 llevó su protesta antinuclear serigrafiada a los muros de los pueblos de Francia, relata la muestra.
Sin embargo, la popularización del graffiti llegó a París en los años ochenta, impulsado por el trabajo de los creadores que vandalizaban la infraestructura urbana neoyorquina con sus coloridos botes de espray y que buscaban popularizar su firma en los andenes, como Julio 204 o Taki 183. Entonces, ellos mismos se autodenominaban writters (escritores).
Las firmas y los estilos fueron evolucionando en subgéneros como racking, biting, o bomb-bing, en función de los estilos y la caligrafía y mientras la policía se esforzaba por aplicar leyes antigraffiti, sus tags se abrían paso hacia el corazón del sistema del arte.
Actualmente, muchos de los artistas que componen la exposición parisina venden sus obras por cuantiosas sumas en galerías y subastas de arte y alcanzan a públicos muy alejados de aquel germen de protesta social irreverente, como la presidenta de la patronal francesa, Laurence Parisot, en cuyo despacho parisino reina una obra del estadounidense Quick.
El propio Damien Hirst, uno de los gurús del arte contemporáneos, también cuenta en su colección privada con piezas de Banksy, el anónimo y popular artista de Bristol que vende su trabajo por cientos de miles de dólares.
El reconocimiento del universo de la cultura al graffiti ha seducido también a los académicos de Hollywood, que en 2011 nominaron al Oscar a la mejor película documental a la cinta de Banksy, Exit Through the Gift Shop.
Dos décadas antes, el documental Style Wars (1983) mostraba los primeros pasos de los grafitteros en el universo comercial del arte, saltando directamente de las cocheras de los metros a las galerías.
“No empecé a pintar para ir a París o para hacer lienzos. Estoy aquí para pintar, para destrozar las líneas de metro”, declaraba uno de aquellos adolescentes en la cinta de culto de Henry Chalfant y Tony Silver.
La muestra parisina se sirve también de pequeños documentales en los que se pueden ver cómo el estadounidense Swoon interviene en los barrios de Berlín o cómo el francés Space Invader coloca sus marcianitos pixelados en las noches parisinas. De noche y con capucha, como exige el romanticismo del gremio.