Urrutia dejó su hogar a los 15 años, con el objetivo de encontrar su independencia. Fue así como se dedicó a la danza por más de 20 años. Perteneció a la época de oro del Ballet Guatemala. “Sabía que ese arte siempre me gustó muchísimo, creo que por eso se tomaba el tiempo de invitarme a sus presentaciones”, asegura Vilma Urrutia.
Su amigo de la infancia el artista Arnoldo Ramírez Amaya afirma que fue casi su hermano. “Pasaba mucho tiempo en mi casa. Mi mamá incluso le zurcía la ropa y, cuando me compraba zapatos a mí, también le compraba a él”, agrega.
“Era un hombre sencillo e inteligente. Era un caballero y tenía mucha educación, pues creció en la opulencia. Poseía un don que pocos seres humanos tienen: la habilidad artística”, comenta Ramírez Amaya, quien añade que en la década de 1970 se volvieron a encontrar, pero esta vez en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP).
“Fue una época en la que caímos en los excesos que más adelante afectaron la salud de Alejandro, ya que el alcohol se convirtió en uno de sus vicios. Esto dañó su hígado y le causó la muerte —el 19 de noviembre del 2011—”, lamenta Ramírez Amaya.
Habilidades únicas
Según los directivos de la ENAP, Urrutia fue uno de los grandes maestros de la plástica guatemalteca, como Dagoberto Vásquez, Roberto González Goyri, Efraín Recinos, Elmar René Rojas, Carlos Mérida y Rodolfo Abularach.
Guillermo Monsanto, crítico y curador de arte, explica que perteneció al grupo liderado por Zipacná de León. “Junto con otros compañeros de su generación crearon, en las décadas de 1960 y 1970, una serie de trabajos que actualmente se encuentran en colecciones públicas o privadas. Fue tan activo como los hermanos Édgar y Alfredo Guzmán Schwartz, Rafael Piedrasanta o Erwin Guillermo”, destaca.
Según Ramírez Amaya, Urrutia tenía un perfil poco común. “Estuvo marcado por la tragedia, porque nunca conoció a su madre. Pero tampoco llevó ese dolor a su pintura. Se enfocó en estereotipos como el Ché Guevara, el Quijote y Beethoven”, asevera.
Juan Juárez, crítico de arte, lo conoció en 1980, cuando empezaba a hacer sus primeros comentarios. “Erwin Guillermo, Moisés Barrios y Zipacná de León me aconsejaron que tenía que conocer al único artista que no se vendía y que además pintaba con absoluta libertad. Esto quiere decir que sus compañeros, desde los primeros años, lo consideraron un artista puro”, agrega.
“Su vida intensa y extrema no era un paradigma construido por un adolescente alienado, ya que esta provenía de su talento artístico y de su sensibilidad para captar la espiritualidad de las personas”, afirma Juárez.
Urrutia siempre estuvo consciente de su talento y valor como pintor. Nunca dijo sentirse incomprendido ni se quejó por la falta de apoyo hacia su trabajo, aunque no faltaron los conocidos que se aprovecharon de su alcoholismo para adquirir sus obras por unos cuantos centavos.
Lo cierto es que su legado, cargado de múltiples interpretaciones de la figura humana, será recordado por sus admiradores, quienes lo catalogan como uno de los referentes del arte plástico del país.