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Las aguas embravecidas se dirigían hacia ellos, ¿por qué nadie se los dijo?

Las lluvias que ocasionaron las inundaciones en Valencia, que mataron a más de 200 personas, empezaron tierra adentro. Las autoridades tardaron horas en avisar a las poblaciones río abajo.

El río Magro en Utiel, en la Comunidad Valenciana, el 6 de noviembre, después de haber bajado. Cuando el río se desbordó durante las lluvias torrenciales, los contenedores de basura y los coches quedaron a la deriva por las calles como barcos de juguete. (Foto Prensa Libre: Emma Bubola/The New York Times)

El río Magro en Utiel, en la Comunidad Valenciana, el 6 de noviembre, después de haber bajado. Cuando el río se desbordó durante las lluvias torrenciales, los contenedores de basura y los coches quedaron a la deriva por las calles como barcos de juguete. (Foto Prensa Libre: Emma Bubola/The New York Times)

Horas antes de que un río de lodo cayera sobre las ciudades de los alrededores de Valencia, atrapando y matando a cientos de personas, el agua empezó a correr por el pequeño municipio español de Utiel.

Utiel, una tranquila localidad vinícola situada en lo alto del curso del río Magro, en el interior de Valencia, se encuentra a una hora en coche de la extensa y densamente poblada costa oriental de España, que el mes pasado estuvo sumergida en algunas de las peores inundaciones de Europa en décadas.

Las fuertes lluvias comenzaron en Utiel la mañana del 29 de octubre. Hacia la 1 p. m., las estrechas calles empedradas de la ciudad ya estaban llenas de varios centímetros de agua. A las 2 p. m., la marea de lodo casi alcanzaba las ventanas de las casas bajas del pueblo cuando el Magro se desbordó. Los contenedores de basura y los coches flotaban como barcos de juguete. A las 3 p. m., el alcalde dijo que había alertado a los bomberos y a la unidad militar de emergencias.

“Todo el mundo sabía que nos estábamos ahogando”, dijo el alcalde, Ricardo Gabaldón.

Sin embargo, las autoridades regionales no alertaron a las ciudades y pueblos situados unas decenas de kilómetros más adelante en el curso del Magro que el río se estaba desbordando y se dirigía hacia ellos, dijeron los alcaldes. Horas después, también llegó a esos lugares.

“No sé por qué no nos avisaron”, dijo José Javier Sanchis Bretones, alcalde de Algemesí, área que se inundó por la tarde ocasionando la muerte de al menos tres personas.

Las razones exactas del retraso no están claras. Algunos funcionarios sugieren que la gravedad del aguacero y sus posibles ramificaciones eran difíciles de prever. Pero entre los residentes hierve la ira al preguntarse si una calamidad así tenía que ser tan mortal y por qué no se les alertó a tiempo.

Más de dos semanas después, los residentes siguen limpiando el barro que cubrió todo lo que estaba por debajo del nivel de los ojos en varias ciudades de los alrededores de Valencia. Están de luto por al menos 221 personas que murieron en la inundación. Siete siguen desaparecidas. Muchas calles siguen intransitables, obstruidas por los escombros. Miles de empresas y propietarios de casas lo han perdido todo.

La inundación fue sin duda el tipo de fenómeno meteorológico extraordinario que el cambio climático está haciendo menos extraordinario y más impredecible. Sin embargo, la catástrofe puso de manifiesto el evidente retraso de las autoridades para alertar a la población.

Las agencias meteorológicas y de control de los ríos emitieron repetidos avisos desde primera hora del día a las autoridades regionales sobre lluvias torrenciales y niveles de agua peligrosamente altos en ríos y barrancos normalmente vacíos o bajos.

Aunque esas advertencias no anticiparon el alcance total de la amenaza, el desastroso alcance del aguacero no tardó en hacerse evidente. A mediodía, un funcionario de la agencia meteorológica nacional dijo en la televisión española que en una zona las lluvias alcanzaban los cinco galones de agua por pie cuadrado.

El funcionario advirtió que el torrente suponía un peligro para las personas que vivían río abajo, ya que las inundaciones podían anegarlos aunque no lloviera en su zona, creando una falsa sensación de seguridad.

Aun así, las autoridades de la Comunidad Valenciana, encargadas de gestionar este tipo de emergencias, afirman que no disponían de información suficiente para darse cuenta de la magnitud de la amenaza.

“Si no teníamos la información, no podíamos actuar”, dijo Salomé Pradas, responsable regional de la gestión de emergencias.

Sin embargo, Pradas reconoció que solo tuvo conocimiento de la existencia de un sistema de mensajes de texto de emergencia para alertar a la población a las 8 p. m. de esa noche, a pesar de que el gobierno regional había puesto en marcha el sistema en 2023. El presidente de la Comunidad Valenciana destituyó a Pradas la semana pasada.

Solo a las 8:11 p. m. se emitió una alerta general instando a la población a buscar refugio. Para entonces, muchos residentes estaban con el agua hasta el cuello.

“Cuando dieron la alerta, mi abuelo ya estaba ahogado”, dijo Carlos Cervera, de 37 años, vecino de la localidad de Paiporta, próxima a la costa, donde murieron más de 50 personas.

"Las cosas ya pintaban mal"

Gabaldón, abogado y alcalde de Utiel, despertó a las 6 a. m. de aquel martes de octubre y vio cómo una violenta lluvia golpeaba su ventana. Consultó con los alcaldes de los pueblos vecinos y rápidamente ordenó el cierre de las escuelas.

Diez minutos más tarde, la agencia meteorológica nacional emitió una alerta roja, la máxima advertencia, a las autoridades regionales por fuertes lluvias en la zona de Valencia. Pero en Utiel, dijo Gabaldón, “las cosas ya pintaban mal”.

Y siguieron empeorando. Aunque el nivel del Magro suele subir cerca de Utiel, esta vez el río estaba a punto de desbordarse. Y la lluvia seguía cayendo a cántaros.

A mediodía, las autoridades regionales valencianas, respondiendo a las alertas, publicaron en las redes sociales un aviso a las localidades afectadas advirtiendo a la gente de “no acercarse a los ríos” debido al aumento de los caudales y que vigilaran la situación.

Para entonces, Gabaldón ya se enfrentaba a la amenaza de agua anegando las viviendas.

Poco después, eso sucedió.

A las 1 p. m., Rosalía Arenas, vecina de Utiel, vio que unos centímetros de agua cubrían su calle y empezó a tomar videos con su teléfono. A las 1:49 p. m., su calle estaba sumergida. Media hora más tarde, varios metros de agua casi alcanzaban la ventana de la casa que compartía con su hijo pequeño.

Hacia las 2 p. m., Gabaldón alertó a las autoridades nacionales y regionales y solicitó la intervención de los servicios de emergencia. No alertó a otros alcaldes río abajo, dijo, porque las autoridades regionales y nacionales ya sabían que su pueblo estaba bajo el agua.

“¿Qué hago? ¿No socorro a mis vecinos? ¿Dejo que mueran y me pongo a buscar el teléfono del alcalde, que no sé quién es, ni lo tengo, ni sé qué pueblo va a ser?”, dijo el alcalde.

“A mí me corresponde, y ya tengo bastante, atender a mis ciudadanos”, añadió.

A pesar de sus esfuerzos, los equipos de rescate no pudieron salvar a todos los habitantes de su ciudad.

A pocos metros de Arenas, una ola de agua alcanzó la ventana de un vecino, Ángel Miota, de 83 años, camionero jubilado. Llevaba más de 57 años viviendo en una casa de dos plantas con pérgola en la avenida Río Magro.

La marejada fue tan rápida que Miota y su mujer, María Sanz Gómez, de 83 años, no pudieron llegar hasta la escalera exterior que conducía a donde vivía su hija, Fernanda Miota Sanz.

En lugar de eso, explicó Miota Sanz, intentó subir a sus padres por una claraboya, pero a su madre, recién operada de la cadera, le costaba moverse.

Sus padres, que se conocían desde que tenían 8 años, se abrazaron durante horas mientras el agua llenaba la habitación. Cerca de las 5:50 p. m., su madre murió de hipotermia en los brazos de su padre.

“Dejadme aquí, dejadme”, gritaba su padre, recuerda. Finalmente consiguió sacarlo por la ventana del baño. Salió con las costillas rotas y una pierna herida.

Por muy mal que estuvieran las cosas en Utiel, las fuertes lluvias que caían tierra adentro desde la costa no se limitaban al Magro.

Los aguaceros extraordinarios también cayeron alrededor del nacimiento de otro curso de agua, la Rambla del Poyo, un arroyo o barranco que nace tierra adentro y pasa por los suburbios de Valencia, en expansión y densamente poblados.

Pero en los pueblos de abajo, el cielo estaba despejado. La vida transcurría casi como de costumbre.

"Va a morir mucha gente"

En las ciudades de las afueras de Valencia, como Paiporta, unos trabajadores de construcción laboraban en edificios junto al cauce del río, que estaba vacío. Algunos vecinos volvían de la peluquería. La gente mayor estaba sentada en sus tradicionales apartamentos de planta baja, que tienen patios interiores, decorados con arcos, columnas y azulejos de colores.

Paiporta se encuentra río abajo, en la Rambla del Poyo. El nivel del agua ya había subido antes y nada hacía pensar que esta vez sería excepcional, dijo la alcaldesa, María Isabel Albalat. Ese día ni siquiera había llovido ahí.

Según dijo, solo fue alertada de la amenaza hacia las 6 p. m., después de que un empleado municipal pasara en coche por delante del canal de Paiporta y le dijera que el agua estaba subiendo.

Regresó a su casa, en la calle central de San Roque, a las 6:30 p. m., recuerda. La riada ya había llegado. Rápidamente, la planta baja de su casa se llenó con casi dos metros de agua.

Dijo que tomó el teléfono y llamó a Pilar Bernabé, representante del gobierno español en Valencia.

“Mi pueblo se está inundando y va a morir mucha gente”, afirmó Albalat que dijo a Bernabé.

Eran poco más de las 7 p. m. y Bernabé estaba reunida en un comité de emergencia con las autoridades regionales y locales.

Aproximadamente a la misma hora, Juan Mandingorra, de 93 años y residente de Paiporta, llamó a su hijo para decirle que estaba entrando agua a borbotones en su casa. Su hijo intentó ir a verle, pero el agua ya estaba demasiado alta, dijo otro familiar. Los residentes recordaron que había coches flotando en las calles, algunos con gente gritando en su interior.

Sobre las 7:30 p. m., Mandingorra se ahogó en la sala de su casa, dijo Cervera, su nieto.

Aun así, el comité de emergencia continuó reunido durante casi una hora más, discutiendo cuestiones relativas a los ríos y presas de la región, dijo un funcionario del gobierno español que pidió el anonimato para hablar de la reunión.

Finalmente, a las 8:11 p. m., el comité emitió una alerta general. Sonó el teléfono de todo el mundo. “Se debe evitar cualquier tipo de desplazamiento en la provincia de Valencia”, decía la alerta.

Para entonces, Concesión Tarazona Motes, de 74 años, estaba agarrada a una columna en su apartamento de Paiporta, dijo su hijo. Había poco más de 30 cm de aire entre la línea del agua y el techo.

Cuando recibió la alerta, Albalat, la alcaldesa, estaba intentando salvar a sus vecinos de las aguas embravecidas.

“Encontré algunos vivos y otros muertos”, dijo. Solo en su calle murieron cinco personas, entre ellas un bebé y su madre, señaló Albalat. “No sé por qué no nos avisaron”, añadió, refiriéndose a las autoridades.

El juego de echar la culpa

Sigue sin estar claro por qué el gobierno regional de Valencia convocó una reunión de coordinación de emergencias hasta las 5 p. m., y por qué esa junta tardó otras tres horas en enviar una alerta masiva.

El gobierno regional de Valencia ha culpado a la Confederación Hidrográfica del Júcar, el organismo encargado de vigilar las cuencas hidrográficas de la zona. La Confederación está controlada por el gobierno español nacional.

Pradas, responsable regional de la gestión de emergencias, dijo en TVE que se enteró de que el Magro se había desbordado solo cuando el alcalde de Utiel se lo comunicó hacia las 2 p. m. Dijo que la Confederación Hidrográfica del Júcar no había advertido antes de los “preocupantes volúmenes de agua”.

Las autoridades regionales también dijeron que no se enteraron de que la Rambla del Poyo amenazaba con desbordarse hasta que ya se había desbordado.

El gobierno nacional lo ha rebatido. Los registros que compartió con The New York Times mostraban que la confederación del Júcar y otros organismos de control continuaron enviando mensajes en repetidas ocasiones a lo largo del día a las autoridades sobre fuertes lluvias y niveles de los cursos de agua más altos de lo habitual, incluyendo el Magro y la Rambla del Poyo.

Un portavoz del Ministerio de Medio Ambiente español, que supervisa la confederación, dijo que, dada la información disponible, el gobierno regional debería haber convocado el comité de emergencia a mediodía, en lugar de esperar hasta las 5 p. m.

Incluso después de reunirse el comité, Carlos Mazón, Presidente de la Comunidad Valenciana, llegó con más de dos horas de retraso, según el funcionario del gobierno español que tenía conocimiento de la reunión.

El gobierno regional no respondió a una petición de comentarios sobre la ausencia de Mazón.

Barro y heridas

En los pueblos destruidos por las inundaciones, pocos estaban dispuestos a aceptar que sus políticos no hubieran podido hacer nada para advertirles.

“Era imposible parar el agua”, dijo Andreu Salom, alcalde de L’Alcúdia, localidad del Magro donde murieron al menos dos personas. “Pero avisar y alertar habría salvado vidas, estoy seguro. No tengo ninguna duda”.

Desde las inundaciones, decenas de miles de personas han protestado en Valencia, algunas exigiendo la renuncia de Mazón. Pero los residentes se han dedicado sobre todo a limpiar tras la devastación y a llorar a los muertos.

Días después de las inundaciones, la gente colocaba botellas de plástico, cortadas por la mitad y con rosas rojas o blancas, en los alféizares de las ventanas de las casas donde se habían ahogado residentes.

Donde había muerto un niño, los dolientes colocaron velas y juguetes. Algunos escribieron “DEP” con pintura en aerosol en las contraventanas rotas que dejaron fuera de las casas de las víctimas.

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Durante semanas, algunas partes de las ciudades afectadas se quedaron sin electricidad. Los coches quedaron volcados, destruidos y amontonados en las calles. Los residentes se desplazaban a pie, recorriendo las calles embarradas por la noche con linternas frontales y mascarillas, algunos con trajes protectores, por temor a las enfermedades.

Muchos lo habían perdido todo.

Las posesiones que pudieron extraerse de las casas se amontonaron en las calles, formando una carrera de obstáculos de mesas volcadas, pianos de cola, sillas altas para niños, sofás, refrigeradores y lavadoras.

Muchos seguían en estado de shock.

Miota Sanz, que pasó horas intentando poner a salvo a sus padres en Utiel, dijo que no podía dejar de pensar en su padre cuando le decía: “No nos engañes, no nos engañes que no vienen”, cuando, efectivamente, no había rescatadores en camino.

“No se me va a olvidar nunca en la vida”, dijo.

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