De mis notas
El arte de la opacidad en el reino de la burocracia eterna
Por seguir manejando los presupuestos de la misma manera en cada administración es que estamos como estamos.
En el laberinto de la administración pública chapina, el gasto público tiene un toque casi esotérico. Solo unos pocos privilegiados saben dónde está y para qué sirve; el resto, los simples mortales, apenas oye chismes. Aquí, la opacidad no es accidente, sino el truco maestro de un sistema que ha perfeccionado la invisibilidad de sus recursos durante décadas. Hasta el número total de empleados públicos es un enigma cósmico.
La transparencia y la eficiencia no deberían ser milagros en Guatemala.
La baja ejecución presupuestaria es una muestra de la “magia negra” administrativa. Cada año se aprueban presupuestos con promesas de cambio. Sin embargo, gran parte de esos fondos no se ejecuta. Los ministerios, en lugar de transformar esos recursos en hospitales, carreteras o escuelas o en una pinche escalera del aeropuerto que “ya merito viene…”, se escudan en excusas parvularias.
Dentro de esta tragicomedia no falta el toque de “innovación” presupuestaria. Año tras año, se presentan nuevas ampliaciones de presupuesto, préstamos adicionales y bonos del tesoro. El partido oficial de turno —siempre hay uno de turno— sigue la practica tradicional de “pagar los peajes correspondientes a las bancadas afines del Congreso, logrando la aprobación para estos fondos adicionales, aunque no tengan lógica alguna. Se piden millones de quetzales para proyectos como “electrificación” o “mejoras portuarias”, aunque tanto el Inde como la Empresa Portuaria ya cuenten con millones de fondos no utilizados.
Aparte de lo anterior, es una realidad, también, que esta maquinaria inútil reside en el eterno carnaval de los puestos públicos. En Guatemala, la meritocracia es inexistente. No existe un esfuerzo genuino para establecer una carrera civil basada en méritos; los cargos públicos siguen siendo recompensas para los fieles de campaña. Cada vez que cambia el gobierno, el desfile de hueseros se renueva. Los puestos públicos se convierten en trofeos de los nuevos “ganadores” y el talento y la capacidad “pelan”.
La opacidad es el ingrediente que aceita la maquinaria administrativa de turno, volviendo la corrupción en algo natural. Según estimaciones del Banco Mundial —esas que todos escuchan, pero pocos verifican—, Guatemala pierde al menos el 35% de su presupuesto público en corrupción y mala ejecución. Aquí, la corrupción no es un “accidente” ni una “lacra”, sino una tradición que se transmite de generación en generación.
Intentar cambiar este sistema es casi una herejía. Proponer subcontratar o “tercerizar” la ejecución de obras públicas bajo licitaciones internacionales —con supervisión independiente y sin intereses politiqueros— desata la indignación de sindicatos y otros guardianes de esta sagrada burrocracia. Ni se le ocurra a alguien proponer proyectos alianzas público-privadas para no tener a un Palín o a un Nahualate en stand by. Aunque parece que la reconstrucción de Nahualate sí va en serio, porque le permitieron a la iniciativa privada tomar el control.
¿Qué clase de país seríamos si los fondos públicos se gestionaran con eficiencia? Quizás contaríamos con un anillo metropolitano que ahorrara decenas de miles de horas perdidas en el tráfico, nuevas cárceles que aliviaran el hacinamiento o carreteras de peaje que realmente funcionaran. Pero, a menos que cambie el sistema, que el gasto público sea controlado y ejecutado con transparencia, y que se considere subcontratar al sector privado para ciertas obras, Guatemala seguirá siendo ese lugar donde el futuro parece siempre un sueño lejano y el presente una amarga broma.
Qué lastre: la transparencia y la eficiencia no deberían ser milagros en Guatemala.