EDITORIAL

Movilizarse al cambio

Se necesitan transformaciones del espacio público, sus reglas de uso y las normativas de cara a un nuevo futuro.

Hace 30 años se convocó, por primera vez, a la conmemoración, cada 22 de septiembre, del Día Mundial sin Auto, un llamado a reducir la dependencia de vehículos motorizados, disminuir la contaminación por emisiones y devolver espacios urbanos a los peatones y ciclistas. El día es propicio para reflexionar sobre dos aspectos que deben trabajarse de la mano para el desarrollo de una ciudad: el urbanismo y el transporte.

El primero se encarga de planificar, diseñar y gestionar el territorio urbano, espacios públicos, viviendas, comercio e industria; el segundo se enfoca en garantizar la movilidad de las personas y los bienes, a través de infraestructura adecuada de calles, carreteras, puentes y autobuses, por citar algunos.

Durante demasiado tiempo la visión urbanística y administrativa de pueblos y ciudades de Guatemala ha ido en “automático”, una inercia que se concentra en la ruta de los carros, pero se olvida de las necesidades de las personas, sobre todo de aquellas que carecen de uno.

Esa “autosuficiencia” aparente ha concentrado esfuerzos gubernamentales en construir calles y carreteras —a veces ni siquiera eso—, dejando de lado el desarrollo de un transporte público eficiente, de una red vial abierta a otras formas de movilidad menos contaminante y menos congestionante. A esto se suma la falta o incapacidad de una planificación territorial urbana inteligente. Ejemplo de esta miopía territorial son incontables barrios y residenciales “calcetín”; es decir, con una sola entrada y salida, cuyos canales de vehículos desembocan a auténticos ríos de metal y humo diario.

El transporte motorizado es una necesidad cotidiana, eso es innegable. Se necesitan vías alternas, conexiones periféricas regionales, infraestructura para conectar zonas productivas. Pero también se necesitan transformaciones del espacio público, sus reglas de uso y las normativas de cara a un nuevo futuro. El viejo futuro, valga la paradoja, sería ese apocalíptico escenario de inmovilidad, si no se cambia de ruta. Existen iniciativas que invitan movilizarse a nuevas actitudes y acciones.

Algunas respuestas iniciales pueden ser la puesta en práctica de hábitos preferentes, como caminar o efectuar recorridos en bicicleta, repotenciar el transporte público o compartir el vehículo personal para desplazamientos “car pool” con familiares, amigos o vecinos, una práctica cada vez más común en grandes ciudades. Pero también se necesita de funcionarios con visión y convicción, es decir, que no sigan girando en el viejo paradigma agotado. La ciudad necesita, además de espacios verdes y de ciclovías interconectadas con sus propios puentes y legislación, para que no sean invadidos por motoristas que hoy por hoy incluso utilizan las aceras en total impunidad. Cada vez se hace más necesaria la visión prospectiva, para reducir la contaminación y el ruido, pero sobre todo para propiciar la movilidad inclusiva para todos los sectores de población. En otras palabras, la primera movilización necesaria es pasar del conformismo a la transformación, de la inacción a la propuesta y de la pasividad a la exigencia de planes concretos con plazos e indicadores por parte de funcionarios a cargo de reconfigurar espacios y vías públicas.

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