EDITORIAL
Nadie cree en el amaño de Maduro y adláteres
El atropellado anuncio de supuesta victoria de Maduro, la misma noche del domingo, con un 51%, fue sintomático.
La necedad de los gobernantes caradura como Nicolás Maduro es ciclópea; la confunden con seguridad, con fortaleza y hasta con firmeza, pero en el fondo es pavor a ser despojados del poder que han detentado, abusado y pervertido. Su afán es imponer a los demás su ciega y egolátrica conveniencia con el patrocinio de adláteres que se benefician de ese despotismo hipócrita. Para justificarse, estos autócratas, o más bien autómatas, invocan las necesidades de la ciudadanía, pero llevan años ignorándola. Esas mentes tiranas recurrentemente niegan la soberana voluntad popular, aunque a la hora de los comicios intentan suplantarla para poder dar continuidad a sus negligencias.
Estas camarillas esperpénticas retuercen las leyes como arma represiva, detestan la oposición y la crítica. Desvirtúan instituciones y las discrecionalidades pululan como si se tratara de una novela decimonónica de tiranos. Se hacen los ofendidos cuando se denuncian sus desmanes a escala nacional o internacional. Entonces acuden a la estratagema de clamar soberanía, independencia y, por supuesto, inmunidades e impunidades.
Fundadamente se dudaba que el chavismo —que adecuadamente rima con abismo— fuera a garantizar unas elecciones libres y menos aún a respetar los resultados. Toda clase de amenazas previas del dictador Maduro evidenciaban otra traición anunciada. Las expectativas han salido al calco y medida de una satrapía que lleva enquistada dos décadas en la sufrida república de Venezuela, una nación con grandes recursos barridos, dilapidados e incluso perdidos en manos de una banda de demagogos dictatoriales que solo pueden exhibir como “logro” las miríadas de migrantes, los altos niveles de miseria y la destrucción del aparato productivo.
La exclusión de la candidata presidencial Corina Machado, bajo falsos procesos manejados en secretismo, y después la prohibición de participar a su sucesora, fueron los primeros indicadores de la estafa. Sin embargo, tanta truculencia —que rima con pestilencia— tuvo un efecto opuesto: unificó a la oposición alrededor del candidato Edmundo González, a quien el chavismo menospreció en cuanto a sus posibilidades y alcances. En efecto, el aspirante no tenía un caudal electoral propio, pero se convirtió en el cauce para un río de ansias de transformación nacional venezolana. Y lo sigue siendo.
El atropellado anuncio de supuesta victoria de Maduro, la misma noche del domingo, con un 51%, fue sintomático. En una elección a una sola vuelta basta con una mayoría relativa. Hubiese sido más creíble una cifra menor, pero el miedo pudo más y quisieron aparentar una fortaleza que ya no tienen. Le otorgaron a Vásquez un supuesto 44%. Había otros nueve candidatos y es altamente improbable que entre todos solo tuvieran un 5%. La exclusión de observadores, irregularidades en centros de votación y la violenta represión contra manifestantes completan una farsa que a la larga es insostenible.
Guatemala desconoció ayer los resultados y se sumó así a una larga lista de Estados democráticos que exigen un recuento independiente y que sea respetado. Pero Maduro prefiere que muera gente porque para él no valen nada la ciudadanía ni la democracia. Su debilidad hoy es creerse omnipotente. Tiene matones, esbirros, bandas parapoliciales, pero nada más; los venezolanos están hartos del chavismo. En todo caso, es bochornoso cómo ciertos países se abstuvieron de votar en apoyo de una resolución de la Organización de Estados Americanos para exigir la publicación de actas de resultados, entre ellos Honduras, Brasil y Colombia. México estuvo ausente.