No es para menos. Creyentes y escépticos. Personas que frecuentan y viven en el Centro Histórico, tanto como los que solo se dejan envolver por él durante unos días al año. Allí están, participando en la longeva dramatización de una pasión y sus múltiples posibilidades estéticas: escultura, vestuario, decorado, actuación, música. La luctuosa y apesadumbrada “performance” fúnebre anual.
Una excepción viene a ser la música festiva que acompaña la procesión del Domingo de Ramos y algunas de este Domingo de Resurrección, cuyas marchas no tienen que ver con lo lúgubre y lo acongojado. Como dato de interés, es de notar que no es una música característica de autores nacionales dedicados a las celebraciones de la época.
Todo lo contrario, la mayoría del repertorio consiste en tonadas extranjeras, piezas militares, marchas “alegres”, alguno que otro “son chapín” e himnos de ocasión, que carecen de conexión con la llegada de un gran rabí a Jerusalén y su resucitación después de muerto. ¿Presenta esta música alguna demanda especial a los intérpretes? No, realmente. Habituados a la ejecución de fanfarrias, dianas y aires celebratorios para todo tipo de situación, proclama la trompeta, silba el pícolo, sustenta el eufonio, retumba el timbal y cantan los clarinetes y los tenores. Ahí se van “Zacatecas” (mexicana), “Puente sobre el río Kwai” (norteamericana), “La Número Cinco” (dedicada a Jorge Ubico), “Cadete guatemalteco” y tantos otros pasos de reglamento
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