EDITORIAL

Crimen exhibe tragedias y vorágines cotidianas

El seguimiento a la investigación policial y la difusión de indicios, fotografías o videos, convirtieron el caso en tendencia viral.

El lunes 20 de mayo se denunció la desaparición del joven cantante y generador de contenido en redes sociales Jorge Sebastián Pop Chocoj, más conocido como Farruko Pop. Su reciente participación en el casting de un reality show musical, para el cual no calificó, había elevado su perfil público y también el debate masivo, a menudo anónimo, sobre su vocación, aunque a él no parecía importarle un ápice las críticas. Solo seguía adelante. Tras difundirse los pedidos de ayuda de su familia para localizarlo, el entorno digital mostró una vorágine de interacciones de todo tipo.

Muchos internautas y admiradores se solidarizaron para exigir su pronto aparecimiento, otras personas especulaban —sin fundamento y prácticamente sin empatía— sobre una supuesta estrategia publicitaria de posicionamiento; incluso influentes extranjeros que alguna vez manifestaron descalificaciones gratuitas hacia el artista —pero que les hicieron ganar réditos de audiencia— comenzaron a pretender cierta empatía políticamente correcta, ya que seguía sin conocerse su paradero. Otros detractores proseguían en sus diatribas de fuerte perfil discriminatorio, por su origen, características físicas y sus aspiraciones artísticas, toda una exhibición de prejuicios raciales y estereotipos deleznables. También surgieron teorías de corte conspirativo y hasta un supuesto secuestrador que pedía un rescate por video.

El seguimiento a la investigación policial y la difusión de indicios, fotografías o videos, convirtieron el caso en tendencia viral. Infaustamente, los restos de Pop Chocoj fueron localizados por autoridades enterrados en una casa abandonada de la conflictiva colonia El Limón, zona 18, utilizada como escondrijo por pandilleros. Las reacciones de pesar se multiplicaron al igual que las condenas contra sus victimarios.

Jorge Sebastián Pop nació en el 2005 en la aldea Chacalte, Lívingston, Izabal, que estaba más cerca de la frontera de Belice que de cualquier centro urbano guatemalteco, con una ausencia casi total del Estado. A través de las redes sociales, que no tienen fronteras, comenzó a difundir videos donde cantaba y relataba anécdotas. Recibió elogios y ánimos de amigos, pero también de desconocidos, así como acres críticas. A final de cuentas, era un joven de 18 años, de escasos recursos económicos, pero con muchísimos y altos sueños, que empezó a escalar gracias a la conectividad digital. No le importaban un ápice las descalificaciones. Pero la violencia segó su vida en crueles y bizarras circunstancias. Cientos de guatemaltecos trabajadores han tenido una muerte trágica y es llamativa la escalada de sucesos criminales en semanas recientes.

Las pesquisas en la escena del crimen y otros indicios condujeron a la detención de un pandillero y de una menor de 16 años con reporte de desaparición Alba Keneth. Hubo requisas en cárceles por posibles nexos del caso con pandilleros convictos que desde allí ordenan extorsiones y crímenes. Queda en las autoridades policiales y del Ministerio Público la responsabilidad de esclarecer los móviles de este hecho y de aplicar las sanciones correspondientes a todos los que resulten involucrados, incluyendo autores intelectuales. Los números son fríos, pero cada caso tiene un rostro, una familia enlutada y muchos sueños truncados. A la vez, existe una sociedad guatemalteca hiperconectada que sufre, agoniza, acompaña y se hermana con el dolor de los deudos. Por eso, todos los magistrados, jueces, fiscales, policías y funcionarios deben estar conscientes de que su compromiso no es con legismos abstractos, sino con ciudadanos que salen a la calle cada día con la esperanza de volver con vida.

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