Pluma invitada

El profesor ganador del Premio Nobel al que le gustaba colaborar con sus adversarios

Cuando las personas que discrepan trabajan juntas para probar una hipótesis participan en un esfuerzo común.

La creencia estadounidense de que el dinero en verdad compra la felicidad es correcta para el 85 por ciento de nosotros. Lo sabemos gracias al trabajo más reciente —y quizás el último— de Daniel Kahneman, el ganador del Premio Nobel que insistía en el valor de trabajar con quienes disentimos.

El profesor Kahneman, quien murió la semana pasada a la edad de 90 años, es mejor conocido por sus exploraciones pioneras del juicio humano y la toma de decisiones, y de cómo las personas se desvían de la racionalidad perfecta. También deberíamos recordarlo por una filosofía de vida y de trabajo que nunca ha sido más relevante: el entusiasmo por colaborar con adversarios intelectuales. Ese entusiasmo era profundamente personal. Experimentaba una verdadera alegría al colaborar para descubrir la verdad, aun si descubría que estaba equivocado (algo que a menudo lo deleitaba).

Pero volvamos al hallazgo, publicado el año pasado, de que para la gran mayoría más es mejor cuando se trata de dinero. En 2010, el profesor Kahneman y el economista de Princeton Angus Deaton (otro ganador del Premio Nobel) publicaron un ensayo muy influyente que reveló que, en promedio, los grupos de personas con mayores ingresos muestran niveles más altos de felicidad, pero solo hasta cierto punto. Kahneman y Deaton constataron que, una vez superado el umbral de 90.000 dólares o un poco menos, la felicidad promedio no aumenta a medida que se elevan los ingresos.

Once años más tarde, Matthew Killingsworth, miembro sénior de la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania, descubrió exactamente lo contrario: las personas con mayores ingresos declararon niveles más altos de felicidad promedio. Punto. Cuanto más dinero tiene la gente, más probable es que sea feliz.

¿Qué sucedió? Podríamos imaginar un furioso intercambio en el que Kahneman y Deaton hicieran agudas objeciones al artículo de Killingsworth, a las que él respondiera de forma igualmente aguda, dejando a los lectores confusos y extenuados.

Kahneman bautizó ese tipo de dinámica como “ciencia furiosa”, la cual describía como un “mundo desagradable de críticas, réplicas y contrarréplicas, un concurso cuyo objetivo es avergonzar a alguien”. En palabras de Kahneman, quienes viven en ese mundo desagradable ofrecen “una caricatura con la que se resume la postura del rival, refutan el argumento más débil de esa caricatura y declaran la destrucción total de la postura del adversario”. Según él, la ciencia furiosa es “una experiencia degradante”. Esa dinámica puede sonar familiar, sobre todo en nuestra política.

En lugar de esto, el profesor Kahneman propuso una alternativa que denominó “colaboración adversarial”. Cuando las personas que discrepan trabajan juntas para probar una hipótesis, participan en un esfuerzo común. No intentan ganar, sino averiguar cuál es la verdad. Incluso pueden acabar entablando una amistad.

Con ese espíritu, Kahneman, bien entrado en los 80 años de edad, le pidió a Killingsworth que colaborara con él, con la ayuda de un árbitro amistoso, la profesora Barbara Mellers, una psicóloga influyente y muy admirada. El objetivo de su colaboración era examinar detenidamente los datos de Killingsworth para ver si los había analizado correctamente y, en caso de que así fuera, determinar qué habían pasado por alto Kahneman y Deaton.

La ciencia furiosa tiene su paralelo en la democracia furiosa, un “desagradable mundo de críticas, réplicas y contrarréplicas” cuyo “objetivo es avergonzar a alguien”.

Su conclusión central fue sencilla. Killingsworth había pasado por alto un efecto umbral en sus datos que solo afectaba a un grupo: el quince por ciento menos feliz. Para estas personas infelices en general, la felicidad promedio sí se eleva con el aumento de los ingresos hasta que alcanzan un nivel de alrededor de 100.000 dólares, pero deja de crecer a partir de ahí. En cambio, para la mayoría de nosotros, la felicidad promedio sigue creciendo con el incremento de los ingresos.

Ambos bandos tenían razón en parte y a la vez estaban equivocados en algo. Su colaboración adversarial demostró que la realidad es más interesante y más complicada de lo que pudo ver cada lado por su parte.

El profesor Kahneman participó en varias colaboraciones adversariales con diversos niveles de éxito. Su primer intento, -y el más gracioso- fue con su esposa, la distinguida psicóloga Anne Treisman. Su desacuerdo nunca llegó a resolverse (Treisman falleció en 2018). Ambos fueron capaces de justificar los resultados de sus experimentos, un tributo a lo que Kahneman llamó “la obstinada persistencia de las creencias cuestionadas”. Aun así, las colaboraciones adversariales a veces no solo llegan a la verdad, sino también logran que las partes estén de acuerdo, y Kahneman añadió que “una característica común de todas mis experiencias ha sido que los adversarios acabaron en términos más amistosos que al inicio”.

El profesor Kahneman quería tanto fomentar una ciencia mejor como fortalecer la mejor parte de nuestra naturaleza. En la vida académica, las colaboraciones adversariales tienen un gran valor. Podríamos imaginar fácilmente una situación en la que los adversarios colaboraran de forma rutinaria para tratar de resolver las disputas sobre los efectos de los contaminantes atmosféricos en la salud, las consecuencias de los aumentos del salario mínimo, los perjuicios del cambio climático o los efectos disuasorios de la pena de muerte.

Y esta idea puede entenderse de forma más amplia. De hecho, la Constitución de Estados Unidos debería verse como un esfuerzo por crear las condiciones para la colaboración entre adversarios. Antes de la fundación, a menudo se pensaba que las repúblicas solo podían funcionar si la población era relativamente homogénea, si las personas estaban de acuerdo entre sí en general. Al oponerse a la Constitución propuesta, el antifederalista seudónimo Brutus hizo énfasis en ese punto: “En una república, las costumbres, los sentimientos y los intereses del pueblo deben ser similares. Si no es así, habrá un constante choque de opiniones, y los representantes de una parte estarán continuamente luchando contra los representantes del bando opuesto”.

Los que estaban a favor de la Constitución pensaban que Brutus lo había entendido exactamente al revés. En su opinión, el choque constante de opiniones no era algo que se debiera temer, sino algo que se debía aceptar de buen grado, al menos si las personas colaboraban, si actuaban como si estuvieran comprometidas con un esfuerzo común. De manera muy parecida a la del profesor Kahneman, Alexander Hamilton expresó lo siguiente: “Las diferencias de opinión y las disputas entre partidos” en el departamento legislativo del gobierno “a menudo promueven la deliberación y la circunspección, y sirven para frenar los excesos de la mayoría”.

La ciencia furiosa tiene su paralelo en la democracia furiosa, un “desagradable mundo de críticas, réplicas y contrarréplicas” cuyo “objetivo es avergonzar a alguien”. Claro está que esto es especialmente cierto durante las campañas políticas, cuando el principal objetivo es ganar.

Sin embargo, la idea de la colaboración adversarial nunca ha sido tan importante como ahora. Dentro de las organizaciones de todo tipo —incluyendo empresas, organizaciones sin ánimo de lucro, grupos de expertos y organismos gubernamentales— deben hacerse esfuerzos sostenidos para calmar los ánimos aislando los puntos de desacuerdo y especificando pruebas para establecer qué es lo correcto. Preguntarse cómo resolver realmente un desacuerdo tiende a convertir a los enemigos, enfocados en quién gana y quién pierde, en compañeros de equipo, enfocados en hallar la verdad.

Como siempre, Kahneman tenía razón. Nos vendría bien mucho más de esto.

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