EDITORIAL
Una promesa a niños que hoy están muertos
Cuando una promesa se incumple, ya sea por incapacidad o negligencia, se está en presencia de una falsedad, por más excusas que traten de esgrimirse. Esto es en especial grave, pero por infortunio constante, en el caso de los gobiernos de Guatemala que han recurrido al flagelo de la desnutrición infantil para apelar al voto. Ya en el mandato de Jimmy Morales se procedía a esconder datos de la incidencia de casos y la mortalidad de niños por desnutrición, pero el ofrecimiento vehemente del presidente Alejandro Giammattei, en su discurso de toma de posesión en el 2020, infundió esperanzas, pese a lo cual la historia se repitió y se agravó.
“Esto es personal, no me voy a detener hasta que no acabemos con la desnutrición de nuestros niños”, prometió. “Combatir la desnutrición será una de nuestras prioridades”, agregó el 14 de enero del 2020. Hasta el 11 de noviembre último, el Ministerio de Salud confirmaba el deceso de 51 menores por desnutrición aguda en el año, un aumento del 29% respecto del 2022 y también del 2021. Se registran 23 mil 316 menores de 0 a 5 años diagnosticados con síntomas de una carencia alimentaria severa en regiones donde escasea el empleo, el clima afecta la agricultura de subsistencia y los accesos por carretera son complicados, por mal estado de las mismas o por el costo que implica para las familias ir a centros de salud urbanos.
Lo paradójico es que en los últimos tres años se ha duplicado el presupuesto destinado, en teoría, al combate de este azote social. En los dos últimos años del período de Giammattei, el denominado Plan de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Poasán) pasó de manejar Q5 mil millones en el 2020 a contar con Q11 mil millones, y todo indica que fueron a dar a todas partes, menos a la ayuda eficaz.
Aparte de la obvia falta de interés de Estado en el tema, también pesa la excesiva masa de burócratas contratados para atender programas relacionados con la desnutrición en ocho ministerios involucrados, pero cuya eficiencia no es auditada por nadie; ni por la Contraloría General de Cuentas ni por el Congreso, que está enfrascado en su propia agenda de animadversiones y dispendios. Fue ese mismo oficialismo el que avaló en el 2021 y 2023 desvíos de fondos del programa Crecer Sano, financiado por el Banco Mundial, para usos ajenos a la desnutrición. Lo cierto es que los diputados no saben lo que es el hambre, pues les dan almuerzos, refacciones, cenas, y les pagan onerosas facturas de restaurantes, todo con recursos de la ciudadanía.
El mayor contraste y descrédito para tanto derroche está en los buenos resultados de programas de rescate nutricional a cargo de instituciones humanitarias, órdenes religiosas, fundaciones privadas, iniciativas empresariales y oenegés. El proyecto El Tablón, de Cofiño Stahl; Guatemaltecos al Rescate, de Fundación Castillo; Entre Chapines, que reúne donaciones de varias marcas; Esperanza de Vida, Banco de Alimentos o Cáritas Arquidiocesana aportan ayuda a las familias y hacen monitoreos de talla y peso para rescatar el más valioso tesoro de la nación.
Con muchísimos menos recursos salvan vidas y propician futuros, porque tienen una misión de servicio clara, una convicción demostrada con empatía y porque deben rendir cuentas de cada quetzal. Además, no están amarrados a los clientelismos de legisladores o alcaldes que quieren obtener votos, adulaciones o ganancias pingües a costa de la tragedia de una niñez con desnutrición aguda o crónica, que a su vez lastra el futuro de sus familias y de todo un país.