La Puya

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Mantenerse alerta es la primera prioridad de una sociedad deseosa de alcanzar el desarrollo en un sistema democrático. Abrir los ojos y detectar los signos del autoritarismo es una medida de supervivencia y nadie está exento de responsabilidad cuando esos signos se dejan pasar como algo inevitable. Las acciones violentas contra manifestantes pacíficos que buscan soluciones razonables a conflictos de intereses, no es más que una de esas señales de peligro.

Otra, muy importante, es la concentración de fuerza política, cuando a través de mecanismos subrepticios y la intervención de actores poco transparentes se neutraliza la independencia de los poderes del Estado, con la intención de reunir en un solo puño toda la fuerza de la autoridad. Es entonces el momento de encender las alertas porque la democracia está en peligro.

Para algunos resulta curioso cómo esta involución hacia regímenes dictatoriales cuenta, muchas veces, con el apoyo de una parte importante de la población. Sin embargo, este fenómeno también responde a una hábil estrategia de desestabilización psicológica por medio de una sensación de peligro latente, caos, pobreza y pérdida de acceso a los servicios básicos, garantizados en la Constitución. Mantener a la ciudadanía ignorante de sus mecanismos de apoyo siempre resulta ventajoso para quienes, desde los círculos más elevados del poder, mueven todos los hilos.

El quid está en cómo se van esclerotizando las venas del sistema hasta obstruirse por completo, dejando todas las decisiones en manos de un puñado de individuos cuyo objetivo esencial es conservar el mando por tanto tiempo como sea posible, no importando cuál sea el costo para el resto de la sociedad. Perdidos en esa borrachera de poder cuya principal característica es un total alejamiento de la realidad, basan sus decisiones en conceptos abstractos y regresan al establecimiento de normas diseñadas en función de ese objetivo.

Mientras tanto, la ciudadanía va perdiendo toda posibilidad de manifestación. Sus demandas serán satisfechas en la medida que se plieguen a las nuevas reglas del juego, uno de cuyos principios es la idea de que la voz popular no tiene valor alguno y a la masa es necesario “educarla” y someterla, jamás escucharla y mucho menos dar satisfacción a sus exigencias.

Durante muchas décadas prevaleció este modelo, repetido una y otra vez en todos los países latinoamericanos, cuya historia ha estado jalonada de tragedias, masacres, genocidio y revueltas sociales. Los países han ido superando las dictaduras con el dolor de enormes pérdidas humanas y la mayoría ha jurado no repetir la historia. Esto, hasta que algún ego mesiánico intenta nuevamente esa insensata aventura.

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