EDITORIAL

El gran reto brasileño: superar la polarización

La cerrada diferencia, 50.83% contra 49.16% de votos, con la cual el exmandatario brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ganó su tercer mandato contra el presidente Jair Bolsonaro solo agudiza el antagonismo partidario que marcó la campaña y que deja el reto de reducir la polarización nacional. La madurez política y la responsabilidad pública de los liderazgos políticos debe apuntar a efectuar una transición civilizada para contribuir a la implementación de los planes del siguiente gobierno electo.

La aceptación y respeto de los resultados debería ser un primer gran acto simbólico por parte del perdedor, quien daría así una verdadera muestra de integridad, sin importar su signo ideológico. De haber ganado, estaría celebrando a voz en cuello y, por lo tanto, se debe evitar cualquier alegato improcedente, y valga citar la pésima actitud del expresidente de EE. UU. Donald Trump tras su derrota en comicios igualmente reñidos; alegó fraude, sin presentar evidencia alguna de ello, y eso condujo a sucesos como la violenta toma del Capitolio, días antes del cambio de mando, caso por el cual tiene ante sí un juicio político.

Los brasileños cumplieron con la democracia: más de 114 millones de ciudadanos acudieron al balotaje entre sendos candidatos de ideologías derechista e izquierdista. Ellos representan arriba del 70% de los empadronados, una exhibición de civismo digna de elogio. Pero ahora es momento de que la democracia les cumpla a ellos, primero a través del reconocimiento absoluto del Ejecutivo a la voluntad popular, sin imprecaciones o llamados a la confrontación; a continuación, el siguiente gobierno debe cumplir con los ofrecimientos de campaña, tanto sobre acciones a emprender como vicios a evitar.

Esto es significativo para Lula da Silva, quien fue exculpado en fase de apelación, en el 2019, por una acusación de haber recibido sobornos dentro del famoso caso Lava Jato, que lo condujo a la cárcel y a un juicio en el cual fue hallado culpable y sentenciado a nueve años de prisión en primera instancia, en el 2017. Sin perjuicio de su situación actual, las investigaciones de este escándalo —del cual se hicieron documentales y teleseries— proveen abundantes datos sobre prácticas ilícitas por erradicar. Pagos de coimas, amaños de contratos y ocultación de información pública sacudieron al Estado brasileño, pero también a países como Guatemala, que se vieron afectados por los tentáculos de la firma Odebrecht, cuyos sobornos alcanzaron a diputados y presidenciables.

No se pueden soslayar los errores de  Bolsonaro, entre los cuales quizá el mayor fue su inadecuado abordaje de la pandemia de covid-19 —al inicio la llamó “una pequeña gripe”—, que puso en duda el uso de mascarilla como recurso preventivo y retrasó la compra de vacunas bajo argumentos prejuiciosos y falaces; uno de ellos fue que la vacuna anticovid aumentaba supuestamente el riesgo de contraer el sida, imprudencia que le acarreó una investigación de la Corte Suprema brasileña.

Hace una semana, un exdiputado investigado por dirigir grupos de redes sociales para atacar instituciones de justicia se opuso al arresto, disparó y lanzó granadas a la policía. El incidente causó mella en la imagen del presidente, cuyo desgaste se acrecentó también por la falta de acciones efectivas para aliviar la penuria económica que asuela a la población. Las lecciones son elocuentes: gobernantes que solapan la discrecionalidad, que echan agua de rosas mientras la población padece o que se disfrazan con discursos confesionales que no practican están destinados a recibir un revés de realidad.

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