IDEAS
Doña Yoly
Estudió enfermería, pero solo ejerció unos años. Luego de casarse se dedicó a atender la casa y cuidar de sus cuatro hijos, pero, principalmente, a su esposo, a quien amó hasta su último suspiro. Los principales recuerdos que tengo de su pasado en la enfermería es que nos enseñó a tender las camas casi con acabado militar —por aquella anécdota de las fichas que rebotan— y la frase que imprimió en nuestra memoria para siempre: “Enfermo que come no se muere”.
' Mi mamá amaba la vida y disfrutaba cada momento de ella, tanto así que quería vivir hasta los cien años.
Jorge Jacobs
Durante su vida de casada se conformó con ser el poder detrás del trono, sin mayores recatos al respecto. Pero en todo momento apoyó a mi papá. Tanto en las buenas y muy buenas, como en las malas y muy malas. Lo siguió a donde el trabajo los llevó. Primero de Xela a Guatemala, luego a Tiquisate, después a mi querido Reu —donde se desarrolló la familia—, para emigrar finalmente a San Pedro Sula, Honduras, en donde acabó, tanto la fumigación como el trabajo en la iglesia. Sus últimos años los pasaron de regreso en Guatemala, cerca de sus hijos.
Pero ella no estaba solo dedicada a la casa. Cuando era necesario, se ponía al frente de todo el equipo que trabajaba los apiarios que tuvieron durante muchos años. Recuerdo con nostalgia los extenuantes días de recolección de miel —en los que me tocó participar algunas vacaciones—. Como generalmente coincidían con la temporada principal del trabajo de fumigación de mi papá, a ella le tocaba dirigir a los apicultores en la cosecha de la miel. Eran largas jornadas de extenuante trabajo entre humo y piquetes de abejas, no muy contentas porque les quitaran su recolección. Aunque probablemente no era lo que más le gustaba hacer, nunca la escuché renegar de esas jornadas. Eso sí, no había sensación más gratificante que terminar de llenar un tonel de ese oro líquido de la naturaleza.
Probablemente fue en esa época donde le nació el amor por las flores: la materia prima de la miel. Ese amor y pasión que la acompañó hasta sus últimos días. Recuerdo su emoción al ver abrirse los galán de noche, unas flores espectaculares que solo florecen de noche. El amor con que cuidaba sus orquídeas hacía que estas duraran mucho tiempo y florecieran todos los años. Y a donde quiera que fuéramos, lo primero que hacía era admirar las flores que encontraba.
En todos los lugares donde vivieron dejaron muchas amistades, pero el amor que les llegó a tener la comunidad de la iglesia en donde trabajaron sus últimos años, en San Pedro Sula, fue impresionante. No hay palabras con que podamos agradecer cómo se preocuparon por ellos durante tantos años, amor que perduró hasta su muerte, más de 15 años después de dejar las tierras catrachas.
Mi mamá amaba la vida y disfrutaba cada momento de ella. Tanto así que quería vivir hasta los cien años, aunque el cuerpo ya no le aguantó, solo logró llegar a los 89 años. Pero fueron bien vividos. Hace un par de años se le cumplió su sueño de conocer Israel y conocer muchos de los lugares de los cuales había leído en las historias bíblicas. Este año todavía logró viajar a Estados Unidos para participar en el casamiento de su nieta, Mafer; viaje que disfrutamos en familia y con amigos cercanos. Apenas una semana antes de su partida viajó a Xela y hasta quería ir a ver el desfile del 15 de septiembre, como lo hiciéramos tantas veces cuando vivíamos en Reu.
Al igual que mi papá, fue una mujer de mucha fe, para quien su relación con Dios era de lo más importante en su vida. Ambos fueron un ejemplo para muchas personas por donde pasaron. Ahora ya no están. Luego de cinco años, mi mamá, doña Yoly de Jacobs, finalmente se reunió nuevamente con mi papá. Descansa en paz, mamá. Tus hijos te recordaremos siempre.