En Houston, su destino final, lo esperaba su padre, Casimiro, quien trabaja allá hace un año. La familia en su aldea natal Tzucubal, en el municipio de Nahualá, unos 160 km al oeste de la capital guatemalteca, aguardaba la confirmación del arribo exitoso de este adolescente indígena de 13 años.
Pero la llamada que entró fue la de las autoridades para confirmar lo que ya presumían. Que su familiar estaba entre los migrantes hallados muertos dentro del contenedor de un camión abandonado en San Antonio, Texas, el lunes.
Especialistas estiman que dentro de ese remolque la temperatura pudo alcanzar los 65ºC, en esta zona donde el sol golpea con furia. Hasta el momento se han contado 53 fallecidos. Según cancillería, ocho de ellos guatemaltecos.
“En el caso de nuestro familiar, nos enteramos [que había llegado a Estados Unidos] a través de un mensaje que él mandó con su mamá el lunes por la mañana. Luego el martes [supimos de la tragedia] por las redes sociales“, dice a la AFP María Guachiac, prima de Melvin. La familia no sabe cómo terminó dentro del camión.
Melvin Guachiac, quien aún estaba en la escuela, viajaba junto con su primo Wilmer Tulul, de 14 años, también habitante de Tzucubal. Este último había dejado el colegio para buscar trabajo en el pueblo, dedicado al cultivo de maíz y frijol para consumo propio.
Entre los árboles de pino, las casas de barro y techos de zinc de esta aldea maya quiché resaltan otras viviendas de varios niveles hechas de cemento, construidas por quienes tienen familiares en Estados Unidos y envían dinero.
-Salir de la pobreza-
Melvin tenía “grandes sueños, de tener un buen futuro, salir de la pobreza, seguir con sus estudios y ayudar a sus padres a tener una buena vida y a su hermanito”, de seis años, explica María.
“Con lo que se gana aquí ya no alcanza a sostener a la familia (…) por esta razón decidió realizar este viaje“, agrega.
Mientras esperan la repatriación de los cuerpos, en las casas de los deudos se improvisaron altares con fotografías de las víctimas. La familia vela una foto de Wilmer pegada en la pared. Sonriente, luce una camiseta de Batman.
Vecinos llegan a dar el pésame. Por momentos, las conversaciones a voz baja son interrumpidas por llantos de tías y vecinas.
Algunas mujeres indígenas con faldas de colores llegan con enormes ollas para sumarse a las labores de cocina y alimentar a las visitas.
-Solo por dos años-
Wilmer emprendió la travesía hacia Estados Unidos para reunirse con un hermano mayor y solo pretendía vivir un par de años para construir una vivienda y retornar.
Su abuelo materno, Juan Tepaz, de 63 años, dice que su nieto partió por la miseria en que viven y sin posibilidades de mejorar la vida en su propia tierra. No habla mucho, sus palabras se ahogan en lágrimas.
“Si tuviéramos dinero no hay necesidad de irse para allá, pero hay que luchar con todo hasta perder la vida, como fue en este caso”, se lamenta Antonio Sipac, de 62 años, un vecino que llegó a dar sus condolencias y quien tiene a dos de sus 10 hijos en Estados Unidos.
Cada año, miles de centroamericanos intentan llegar a Estados Unidos de forma irregular en busca de un empleo, huyendo de la pobreza y violencia de sus países, y una crisis económica agudizada por la pandemia de covid-19.
A veces en caravanas, otras guiados por traficantes de personas conocidos como “coyotes“, que les cobran elevadas sumas de dinero.
La familia de ambos muchachos dice que no pagaron “coyotes” desde Guatemala para el viaje de Melvin y Wilmer, pero desconocen si lo hicieron sus familiares desde Estados Unidos, como suele ocurrir habitualmente.
-“Hijo, háblame”-
En México también hay dolor. Entre los migrantes fallecidos hay 27 mexicanos.
“Jair, háblame, ‘mijo’. Hijo, háblame”. Los mensajes escritos por WhatsApp de Teófilo Valencia a su hijo permanecen con un solo check gris, sin confirmación de entrega ni de lectura, desde el 28 de junio, un día después del accidente en Texas.
Jair, de 19 años, su hermano Jhovani, de 16, y su primo Misael, también de 16, mexicanos, partieron desde San Marcos en Naolinco, Veracruz. Cruzaron el río Bravo el lunes y entraron a Texas por la madrugada.
La familia sabía que las personas que los transportaban iban a subirlos posiblemente a un tráiler para llevarlos a San Antonio. Desde aquel día no tienen noticias de ellos.
“Ellos estaban bien emocionados porque estaban a un pasito de llegar con la persona que los iba a recibir para buscarles trabajo (…) Por lo que pasan las noticias, por los horarios, estamos seguros que iban allí”, en el tráiler, dice Yolanda Olivares, madre de Jair y Jhovani.
“No les puedo explicar el dolor que siento porque son dos, se fueron y hasta ahorita no sé nada de ellos”.