El 3 de mayo la policía capturó a Pedro Segovia, un albañil de 55 años en la ciudad de San Miguel, 139 km al este de la capital.
Lo arrestaron bajo sospecha de que colaboraba con agrupaciones pandilleras que extorsionan y cometen crímenes. Fue llevado hasta San Salvador y encarcelado en “La Esperanza”, un penal también conocido como Mariona, de altos muros grises.
Ofelia Hernández, de 25 años, confía en la inocencia de Pedro y llegó a la capital. Como ella decenas de familiares de detenidos durante la ofensiva contra las pandillas que emprendió el gobierno a fines de marzo, hacen largas filas en las afueras del penal.
“Estamos averiguando si me lo van a dar [poner en libertad] o qué [va a suceder], porque yo lo necesito tener en la casa (…), necesito la ayuda de él, es el único que me ayuda [económicamente]”, explica Ofelia a la AFP.
La mujer comentó que ella y sus hijos apenas comen lo que otras personas le regalan afuera de la penitenciaría, donde se ha armado una especie de campamento. La gente duerme tendida en las orillas de la calle, sobre plásticos o cartones, con el cielo como techo.
“Guerra contra las pandillas”
El gobierno de Bukele le declaró la “guerra” a las pandillas luego que asesinaron de 87 personas entre el 25 y el 27 de marzo.
Bukele, de 40 años y con amplia popularidad, estableció un régimen de excepción que permite capturas sin orden judicial. Hasta la noche del martes habían sido detenidos 31.500 presuntos pandilleros en el último mes y medio.
Si se consideran a los 16 mil que ya estaban en prisión antes de la arremetida, actualmente hay 47 mil 500 detenidos de los 70 mil miembros que se presume tienen las pandillas.
Según una investigación periodística divulgada el martes por el portal El Faro, aquella ola homicida respondió a una ruptura entre supuestos acuerdos que mantenía el gobierno con líderes de la Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18.
El gobierno, que no se ha referido al tema, ha negado anteriormente que haya negociado con pandillas, pese a que el Departamento del Tesoro estadounidense dijo en diciembre de 2021 que la gestión de Bukele pactó una tregua con estas organizaciones, a cambio de privilegios para sus líderes presos.
El Congreso también aprobó en abril una reforma para castigar con hasta 45 años de prisión a los miembros de las pandillas. El presidente, que el 1 de junio cumple 3 años en el poder, dice que su plan goza de un 91% de apoyo, según una encuesta de Cid Gallup.
Washington y organismos internacionales han invocado a Bukele a luchar contra el crimen pero respetando los derechos humanos.
“Reconozco los desafíos que se tienen con las pandillas en El Salvador. Se tiene buena intención, pero se tiene que hacer de una manera que se respeten los derechos humanos”, dijo el miércoles la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
“Una injusticia”
Cerca de una puerta del penal está sentada Ernestina, de 67 años. Sus ojos verdes se empañan cuando recuerda a su hijo, cuyo nombre prefiere no revelar para evitar represalias. Fue detenido por policías a finales de abril pasado.
“A él lo sacaron de la casa sin ninguna explicación, les rogué a los policías que no le hicieran nada y aún así se lo llevaron”, cuenta. “Tengo la esperanza y fe que lo dejen en libertad, él no es de esos grupos (pandillas)”, sostiene.
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Para algunos de los que llegan a la prisión, las detenciones son una “injusticia” cometida por el gobierno.
“Para mí el presidente ha hecho una injusticia (…), trayendo muchachos que nada tienen que ver con los otros [los pandilleros]”, consideró Elizabeth Hernández, de 54 años, quien dice que su hijo, allí adentro, es “inocente”.
Como una demostración de certeza en las operaciones de captura, el presidente Bukele suele publicar en Twitter imágenes de los detenidos, casi todos con tatuajes en el cuerpo que los identifican como miembros de pandillas.
“Mucho han jodido [molestado] a la gente, los que son pandilleros que se pudran en la cárcel”, dice por su parte un soldado del cordón de seguridad alrededor del penal, mientras muestra la gran cicatriz dejada por un corte en su garganta que, según dice, le hicieron los pandilleros hace un tiempo.