EDITORIAL

El vigente papel de un procurador de DD. HH.

Existen diputados insensatos y también soberbios que creen, como parte de sus egolatrías y agendas ocultas, que la figura del procurador de Derechos Humanos, por ser un comisionado designado por el Legislativo, debe responder a sus órdenes y conveniencias. Es así como varios adalides de la intolerancia, dudoso mérito largamente exhibido, se las arreglaron para instalarse en la Comisión de Derechos Humanos del Congreso con el objetivo de incidir en la selección de los perfiles de los cuales el pleno elegirá al próximo ombudsman, al que sin duda querrán a la medida de sus miopías y a la orden de sus rancias animadversiones.

A lo largo de la historia de la Procuraduría de Derechos Humanos, institución clave del andamiaje democrático creada con la Constitución vigente, son múltiples los congresistas, funcionarios, mandatarios y magistrados de toda índole que han criticado las acciones e iniciativas del defensor de garantías. Ya en 1993, el obtuso presidente golpista, Jorge Serrano Elías, intentó capturar al entonces procurador de Derechos Humanos, Ramiro de León Carpio, como parte de su fallido plan para poner a los poderes del Estado a sus pies. Y fue esa institución, junto a una Corte de Constitucionalidad coherente, digna e integrada por juristas íntegros, las que rescataron la institucionalidad.

Congresistas, politiqueros, funcionarios, magistrados judiciales y dirigentes de grupos fácticos, usualmente extremistas, han puesto de manifiesto una y otra vez, con sus vituperios y reclamos farisaicos, el peso de la institución del procurador de Derechos Humanos, cuyo papel es abogar contra los abusos y extralimitaciones cometidos por integrantes del propio Estado o por sectores que se valen de sus influencias en este para cometer tropelías.

El artículo 275 constitucional resalta como primera función del PDH “promover el buen funcionamiento y la agilización de la gestión gubernamental, en materia de derechos humanos”, y señala a través de qué acciones: “Investigar y denunciar comportamientos administrativos lesivos a los intereses de las personas”; “investigar toda clase de denuncias que le sean planteadas por cualquier persona, sobre violaciones a los derechos humanos”; “recomendar privada o públicamente a los funcionarios la modificación de un comportamiento administrativo objetado” y “emitir censura pública por actos o comportamientos en contra de los derechos constitucionales”.

Las acciones judiciales emprendidas por el magistrado de conciencia suelen desatar reclamos y aun sornas por parte de los señalados, pero el mismo texto de la Carta Magna dictamina “promover acciones o recursos, judiciales o administrativos, en los casos en que sea procedente”. En casos de estados de Excepción se le ordena velar por aquellos “derechos fundamentales cuya vigencia no hubiere sido expresamente restringida”. Por si fuera poco, la Ley de Acceso a la Información, de 2008, le encomienda ser supervisor y garante de la provisión de datos públicos. Otras normativas como la de Prevención de Violencia Intrafamiliar, de la Niñez, de Amparo y Exhibición Personal o contra el Femicidio le agregan potestades.

Ayer cerró la convocatoria para los abogados interesados en dirigir la PDH. Presentaron papelería 38 aspirantes. Hay de todo, y por eso el trabajo de evaluación de la comisión respectiva estará bajo constante observación. Se sabe ya de intentos del pacto oficialista por neutralizar a la Procuraduría con la designación de un perfil plegado a agendas ajenas a la defensa de la población. Desde ya es repudiable cualquier imposición o infiltración de criterios ajenos al legítimo interés ciudadano.

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