Sin embargo, no me absorbe la congoja de este momento. Cuando pienso en Sarmientos, veo a ese compositor recio, exigente, con excelente manejo de la orquestación y su gran facilidad para comprender —y plasmar en una partitura— la estructura de una obra musical. Veo al creador y al intérprete, que igual sugería cómo ejecutar un ritmo popular en la batería, tanto como se prestaba a la discusión del serialismo más complejo de mediados de siglo. Veo al infatigable celador de su obra, aquella con la que no necesariamente tenemos que alinearnos, pero que nos habla de un espíritu inquieto, impulsor, decisivo. Veo al profesor impaciente con la mediocridad. Veo, en suma, al cabecilla; que de manera parecida aborda lo más banal, o lo más sublime. Veo al hacedor de música.
“Ahora, que ya falleció, le echan vivas”, cuchichean unas voces por ahí, espantadas quizá, por no haberlo justipreciado en su momento. Pero su legado no depende de eso y viene de mucho antes, pues don Jorge se ocupó, con su mirada penetrante y su mentón firme, porque su obra se hiciera oír y no dudaba en buscar las mejores opciones para el efecto. Tal cual me comentó un amigo durante el velorio, “de estos ya no van quedando muchos ”
Un maestro del arte musical, comprometido con ese arte, para enojo de algunos —y asombro de tantos otros.